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Cuando dejamos atrás el territorio al que hasta ahora habíamos estado confinados, el bosquenos pareció más denso, más salvaje. Un laberinto complejo cuya amplitud había olvidado. Todoa nuestro alrededor nos parecía igual. Tuve que buscar en mi memoria los pequeños "trucos"de mamá para evitar perdernos... Podíamos guiarnos por e el sol que finales de abril estaba altoy brillante. Gracias a la luz, las coníferas se inclinaban más hacia el sur y su follaje era mástupido de ese lado. Y el sur era nuestra meta. Con más exactitud, el suroeste donde se ubicabanlas vías del ferrocarril.

Corrimos y caminamos hasta el atardecer, subiendo p por las pendientes y bajando a todavelocidad por las partes boscosas. Nos mojó la nieve fundida que escurría de los árboles, y lasramas nos rasguñaron. También nos alegró toparnos con algunos animales que nosobservaban con asombro al pasar por su territorio como un par de cometas. Y de pronto, la voz de Gabriel irrumpió en el aire.

– ¡Espera! Con las manos sobre sus muslos, doblado en dos, intentaba recobrar el aliento.

– ¿Qué te pasa?

– Me pasa que no puedo más! ¡Tengo un dolor agudo aquí! – me dijo señalando el ladoizquierdo de su abdomen.

Al detenernos, me di cuenta de que yo también estaba adolorido. Era un dolor lacerante en laespalda que sólo se calmaba cuando estaba en movimiento.

Gracias, hermana Clotilde.

– De cualquier modo, está a punto de anochecer. Creo que podemos tomar un descanso –decidí.

– ¡Por fin una buena noticia!

– Conozco un lugar donde podemos recuperarnos. Sólo hay que hacer un último esfuerzo...

La cueva estaba disimulada detrás de un bosquecillo de abetos. Su interior era sombrío,seco, y el espacio era suficiente para los dos. A la entrada había una especie de pila natural llenade agua fresca y fue un deleite poder saciar nuestra sed. Sólo que el agua no era suficiente parallenar el estómago.

– No pensé en agarrar algo de comida y ya es tarde para cazar. En todo caso, si noqueremos que nos localicen, más vale no hacer fuego por ahora....

Gabriel me sonrió y sacó de su bolsillo un paquete de galletas doradas.

– ¿Galletas? ¡No me digas que las robaste antes de salir! – exclamé al contemplar esetesoro.

Asintió.

– Conozco su escondite. O más bien sus escondites. Los cambiaban a menudo, ¡pero yo losencontraba!

La masa arenosa crujía al morderla antes de fundirse en la lengua. ¡Hacía siglos que nocomía algo tan bueno!

–¿Las robabas seguido?

– Pues... sí.

– ¿Y nunca te descubrieron?

– Nunca. ¡Creo que eso las tenía locas! – dijo riéndose.

Una vez que saciamos la sed y el hambre, nos sentamos sobre el suelo espalda con espalda,las rodillas dobladas contra el pecho para tratar de guardar el calor que traíamos por lacarrera. Gustoso de poder tener un descanso, acaricié con la mano la pared rocosa. Podía sentirbajo mis dedos las líneas vagas de un dibujo grabado en la piedra. Como hacen los ciegos, seguíel contorno del rostro de una mujer, o más bien los de una niña...

Estela, ¿acaso volveré a verte algún día?, me pregunté, y sentí cómo mi pecho se llenaba denostalgia.

– Esta cueva está bastante lejos del taller de Sansón. ¿Cómo que la conoces?-me preguntóGabriel mientras recogía algunas piedras y las guardaba en su bolsillo.

Lagrimas de BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora