II

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Sebastián cargó la mochila en la espalda, acarició cariñosamente a su gato Sísifo, miró hacia el interior de su casa y con una mueca triste cerró la puerta. Luego, dio dos vueltas a la llave con un doble chasquido y se dirigió al elevador.

En los segundos que tardó en descender al hall del edificio, se percibió extraño, aislado, dentro de una burbuja que le impedía mezclarse con el afuera y como si su cuerpo y mente se desconocieran. En el corto trayecto, no pudo hallar la palabra justa que pudiera describir lo que sentía.

Al llegar a la calle, rodeado de la muchedumbre y vehículos apurados, la palabra buscada apareció repentinamente en su mente: –Desterrado... así me siento.

Sin detenerse en sus cavilaciones, se dirigió al cordón de la vereda.

–Hoy me doy un gusto. Nada de colectivos para el comienzo de mis vacaciones –se dijo tratando de levantar el ánimo. ¡Taxi! –gritó y alzó su mano como saludando al universo.

–Terminal de ómnibus, por favor.

Dos horas después se encontraba sentado en el autobús que lo llevaría a su destino, el extremo sur de la cordillera de los Andes. Serían unas vacaciones improvisadas a último momento con la esperanza de sanar su corazón roto. Era un viaje más para escapar que para disfrutar.

Caminatas, carpa, pesca y, sobre todo, soledad eran sus deseos. No una de departamento en una ciudad, sino una absoluta. Sin la tentación de conectarse con nadie ni nada. Ese tipo de soledad buscaba Sebastián, la que le permitiera a su subconsciente liberarse y tomar las riendas en este momento de su vida.

Y ese tipo de soledad se logra en la Patagonia.

RENOVATIO - La realidad puede cambiarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora