LXIV

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La escena era increíble, pero ningún ser humano hubiera podido verla salvo con unos lentes de visión nocturna o una poción "minera". La negrura impenetrable de la cueva, ocultaba a los cientos de seres diminutos que se encontraban reunidos y moviéndose a un ritmo hipnótico y embriagador. Entonaban un canto gutural, más allegado a una vibración que a un sonido audible.

El aspecto del enjambre entrelazado con sus brazos, hacía recordar a una gota de agua desprendiéndose de un objeto. El objeto no era otro que el Cubo. Solo lo unía a la masa de cuerpos una única mano, que lo sostenía en alto, como una antorcha.

Horas sucumbieron al trance cadencioso de los seres, hasta que la pequeña última palma en lo alto, percibió decenas de choques eléctricos que golpearon el Hierro. Inmediatamente, el Otro elegido tomó el embrión ya activo con ambas manos y fue bajado de la cima con una coreografía fluida y suave hasta el piso rocoso.

Una vez en la superficie fría y como si se tratara de un atleta entrenado, el Nosotros ahora responsable de la Semilla la transportó a través de un laberinto imposible entre las rocas. Su destino era un espejo de agua negra en lo profundo del roquedal, en donde dejó caer el preciado tesoro hasta verlo desaparecer.

Así, el cubo cayó lentamente cortando el agua negra, en un aparente descenso sin fin. Pero, como en todo, hay un final y, para el cubo, fue cuando un cuerpo inmenso y gelatinoso lo absorbió.

RENOVATIO - La realidad puede cambiarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora