XXIV

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El sol brillante de la tarde atravesaba las cortinas borda-das a mano por Frau Ring. Sus rayos se transformaban en finos hilos luminosos, solo visibles gracias a las partículas de hollín y de polvo que levantaban decenas de cartas, fotos y artículos de periódicos amarillentos al ser movidos por los investigadores en busca de una pista.

Después de un rato de escuchar infinidad de anécdotas del director y del museo, y justo cuando los ánimos empezaban a flaquear y todo parecía en vano, Seb, levantando unos sobres de carta con recortes periodísticos, dejó caer accidentalmente una foto descolorida de pocos centímetros del Huevo. Para su sorpresa, era una foto original y que nunca antes había visto.

Evitando demostrar interés para no levantar sospechas, le pasó la foto a Víctor quien la levantó y observó por unos segundos.

–Qué objeto raro. ¿Es parte del museo? ¿Qué es? –preguntó el profesor desinteresadamente mientras tomaba una galleta de un plato de porcelana.

–No recuerdo bien de qué se trataba. Creo que era un meteorito, si mi memoria no falla. Algo sin importancia seguramente –respondió la anciana mientras seguía revolviendo papeles.

Víctor, no se conformó con la respuesta y redobló la apuesta preguntando interesadamente ahora, y fingiendo hacer memoria.

–¿No se trata de un objeto famoso que encontraron hace tiempo? Recuerdo que vi publicaciones al respecto hace unos cuantos años–. Sus ojos se clavaron en los de la anciana que instintivamente bajó su mirada. –En mi juventud, fue algo que causó revuelo si mal no recuerdo, ¿no?

–Ahora que lo dice, recuerdo algo –respondió la señora mientras se tocaba la cara y miraba hacia el techo de la casa como haciendo memoria–. Causó un poquito de revuelo, es verdad. Pero después se supo que no era más que un pequeño meteorito como le dije. Aparte de las arrugas, lo que más me molesta es la pérdida de la memoria –decía golpeándose suavemente la frente blanquecina arrugada por el paso inevitable del tiempo.

Al decir estas palabras, la voz de la anciana no expresó la seguridad que ella hubiera deseado. Todos lo notaron. Luego, cambió de tema rápidamente y, mirando el reloj colgado de la pared, se disculpó y los invitó a retirarse, inventando una excusa improvisada.

Los invitados, sin oponerse, se levantaron y se despidieron cortésmente, dando las gracias por su tiempo y trato, y asegurando que su esposo iba a tener una mención especial en el libro.

Una vez en la calle y luego de traducirle lo sucedido a Sebastián, Víctor, con una sonrisa sarcástica y agarrando de los hombros al muchacho como era su costumbre, le dijo mirándolo con los ojos más abiertos que nunca: –Es obvio que algo sabe, casi tira la taza de té sobre los papeles de lo nerviosa que se puso, y ni hablar de su voz entrecortada. El problema es cómo logramos que nos cuente lo que sabe.

–¿Y si sólo le contamos la verdad? –objetó Seb–. Quizá sepa algo relacionado a lo que sabemos y confiará en nosotros.

–Eso pasa solamente en los cuentos de hadas. ¿Y si no despertamos esa confianza para que abra la boca como un buzón? Sabrá nuestras intenciones y hasta podría denunciarnos por acoso o intento de robo para sacarnos del medio. Nunca se sabe. Los tiempos han cambiado Seb, nos arriesgaríamos a perderlo todo.

–Tienes razón, lo que queda claro es que estamos en la senda correcta y quiere ocultar su existencia.

Mientras caminaban hablando con destino al automóvil, vieron llegar un taxi que se estacionó en la puerta de la casa del director. Rápidamente, los "detectives" se introdujeron en su vehículo estacionado a pocos metros, para poder observar sin ser vistos.

La imagen resultaba graciosa y recordaba a una escena de películas de espionaje de la guerra fría. En ese momento, Frau Ring salió rápidamente de su casa usando un pañuelo colorido que cubría su cabeza y unos lentes de sol enormes que tuvieron mejor vida en los años 70. Se introdujo, entonces, lo más rápido que puede hacerlo una señora octogenaria en el taxi y el vehículo salió a toda prisa.

Claro que Víctor, sentado al volante, no dudó en seguirla.

–A partir de ahora llámame Bond... James Bond –dijo sin sacar los ojos del taxi y mostrando con su sonrisa todos los dientes.

La persecución se desarrolló por varios kilómetros hasta llegar a una casa sencilla en la otra punta de la ciudad, donde la señora permaneció sólo unos minutos, para luego volver al taxi que la estaba esperando y retornar a su hogar.

De vuelta en la residencia de Frau Ring y después de largos minutos sin observar ningún movimiento llamativo, los dos amigos optaron por abandonar el papel de espías y recluirse en el confort de los sillones de pana junto a la cálida chimenea del profesor.

RENOVATIO - La realidad puede cambiarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora