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— ¿Estás llorando? —le pregunté a Leo que parecía tener los ojos lagrimosos, todos se rieron burlándolo y él se tapó la cara con sus manos. —qué sensible estás amigo.

Me reí y le palmeé el hombro acercándolo para abrazar, a mí no me salían lágrimas pero no estaba muy diferente a él con la emoción ya que volver a ver a todos mis amigos siempre era gratificante. 

Gaby era quien más se burlaba de nosotros, pero desde que llegué, no me había soltado literalmente y yo estaba cómodo con eso, porque también extrañaba a mi mejor amigo y era mucho el tiempo que nos debíamos.

Desde que me fui a vivir definitivamente a España hacía cuatro años, la conexión con mis amigos de la infancia y adolescencia fue escasa por razones tecnológicas.

No volvía muy seguido a Argentina, cuando lo hacía trataba de permanecer mucho tiempo en el barrio con ellos y al irme, era difícil mantener la comunicación ya que ellos no tenían teléfonos ni por casualidad, solo Walter tenía uno que se conectaba a internet y Gaby con suerte tenía uno para mandar mensajes de texto.

Intenté para la navidad pasada regalarle a cada uno un celular, pero ninguno quiso que lo hiciera, ellos pensaba que tener teléfonos con internet y todas las actualizaciones que existían era una estupidez, creían que si nos queríamos ver tenía que ser cara a cara, no estaban muy interesados en el mundo tecnológico y quizás antes me parecía patético para los tiempos que corrían, pero más me sucumbía en la realidad y más de acuerdo con ellos me sentía. La tecnología terminaba consumiendo a las personas y el momento que teníamos para estar con amigos, debía ser vivido sin necesidad de una pantalla.

Mis amigos eran chicos humildes, injustamente demasiado y extrañamente apropiado para el comienzo de nuestra amistad.

A mis cuatro o cinco años, desde que tenía memoria me gustaba jugar al fútbol, el problema era que por las vidas ocupadas de mis papás políticos no siempre me daban ese tiempo para llevarme a una lugar para jugar, es así que cada vez que salía del colegio y me iba a buscar mi chofer Stefano, me llevaba a su barrio.

Stefano trabajaba conmigo desde que nací, era como un segundo papá para mí por todo lo que me quería y me cuidaba, era la persona más trabajadora y humilde que conocía, vivía en la villa Borges y trabajaba para Andrés Klein —mi papá— desde adolescente más o menos. Gracias a él conocía a los mejores amigos que podría tener porque mientras que su mujer Coti me hacía la merienda, yo jugaba al futbol con los chicos del barrio en el potrero, un descampado de enfrente de su casa, donde no me importaba jugar en el barro y ensuciarme todo, tampoco quiénes eran los chicos ni qué eran sus papás y cuánto plata tenían y a ellos tampoco le importaba quién era yo, ni que tuviera custodios o que mi botines fueran mejores, lo único que querían es que llevara la pelota así pasar toda la tarde jugando al fútbol.

Ellos me esperaban a que Stefano me retirara del colegio y llegara a merendar para después jugar hasta que me tenían que llevar a que mi niñera me bañara para recibir a mis papás.

Esa vida era genial, peligrosa para mi edad y mi condición social según mis papás, pero cuando se enteraron e intentaron hacer un drama despidiendo a Stefano, yo me las arreglé para que no lo hicieran, y como su aspiración a ascender en la política no le permitió discriminar, papá tuvo que ceder a darle al barrio mejores condiciones y entre ellas el primer club, donde sabía que yo era feliz por el simple hecho de jugar al fútbol en el potrero.

Entendía que, como papás les preocupaba mi seguridad en un barrio donde abundaba la inseguridad, y por eso el compromiso de su política tuvo que ser el doble, lo que significaba un progreso para todos los habitantes o eso esperaba ver en cada visita.

El partido más Difícil.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora