El castillo de los indigentes

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Caminaba mareado y cabizbajo, encorbado y con ambas palmas de las manos sobre el pecho, como pretendiendo sostenerse el corazón y los pulmones. No era capaz de articular una palabra pero, aunque daba la impresión de que lo intentaba, creo que tampoco tenía nada más que decir ni nadie de quien despedirse. No sé qué tan largo fue su camino por la vida, pero era evidente que, sin llegar a los treinta años, se hizo viejo pisando minas de aguja sobre él.
No conservaba ni un diente en la boca, marcaba el paso en una escuálida percha de frágiles huesos, con una capa de piel arrugada y llena de mugre, y sobre la que portaba una armadura de costras amarillentas, verdosas y del color de la sangre. Aquella asquerosa mezcla de viscerales pigmentos no suponía ninguna obra de arte para la creacíon, ni tampoco lo era de piedad en la inmensidad del amor de "El Señor". Es por eso que pienso, sin mucha duda, que la mano de Dios no puede ser tan grande.

En aquella última y lenta carrera por el túnel del tránsito, parecía como que tropezaba con el aire y que iba a caer sobre su sepulcro de asfalto en cualquier momento. La gente le hacía sitio y se tapaba la nariz aún en la distancia, pues olía literalmente a basura. Y a muerte.
Se hincó de rodillas y murió poco a poco, como subiendo un peldaño hasta el podio donde poder celebrar el fin de aquella tortura. Primero vomitó sus órganos internos en estado líquido y luego, tumbado en el suelo con los ojos abiertos, siguió echando lo que le quedaba mientras respiraba, arítmico, un último aliento con el que consiguió expulsar todo el alma fuera. Y se fue, con exactamente la misma mirada que le pesaba en su existencia desde que hizo migas con la heroína.

No sé por qué, pero cuando visito algunas ruinas me acuerdo de ésto.


Micro relatos escritos en un purgatorio donde, a menudo, me encuentro con genteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora