El cielo tras la fábrica

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Parecía un hombre, pero aquel muchacho, aún entre barbas y con claros en la cabeza, seguía siendo un chaval. No tenía ni un amigo de carne y hueso, pero gozaba de cierta popularidad en foros específicos donde la política iba más allá del discurso, para adentrarse en una guerra dialéctica contra prácticamente todo; y donde ninguno de los participantes tenían los cojones o los ovarios de discrepar. Sin embargo, aquel portal virtual al que podía acceder como el conejo de Lewis Carrol, mediante un agujero de fibra óptica en ese pequeño zulo que era su habitación, suponía el único lugar donde se sentía como parte de algo: no conocía calle más allá que la del camino de ida y vuelta al instituto. Y tampoco le era grato aquel paseo.
Pese a su ingenuidad, era un portentoso orador de prosa digital, culto y experto en materias de estudios económicos y sociales capaces de solucionar los problemas de dos siglos atrás, pero prácticamente vanos en utilidad para los de hoy día. Y en esa lucha y empresa que se había propuesto ganar y conseguir, tuvo la brillante ocurrencia de ponerse a entrenar inteligencias artificiales con el objetivo de crear soldados virtuales para su causa.
Gracias a él ─entre otros tantos como él─ los autómatas terminaron implantando su propio gobierno libres de sus propietarios: nosotros, unos inútiles omnívoros contaminantes, excesos de población y adversos al concepto maquinario del post-progreso.

Curiosamente, en ese apocalipsis, los últimos humanos proletarios que quedaban laborando fueron los primeros en desaparecer, perdiéndose en un paraíso de inutilidad, tras la fábrica de estupidez donde decían trabajar sin cesar aquellos que no tenían realmente nada que hacer. Ni tampoco ningún talento para, al menos, ofrecer una mísera donación de oficio artístico propio al tiempo.

Y así es como nos fuimos todos a tomar por culo... por fin.

Micro relatos escritos en un purgatorio donde, a menudo, me encuentro con genteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora