Los perturbados voyeurs

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Era un edificio feo con cojones, construido en los años de aquella España rancia y gris donde los vecinos debían hacer el papel de camaradas. Probablemente por esa razón había un patio interior al que daban todas las viviendas, desde el bajo hasta el piso más alto, diseñado a conciencia para que la acústica fuera generosa a la hora de transmitir la intimidad de las familias que hacían vida alrededor de aquel resonante pozo de mierda.
El caso es que una tarde, en el agujero comunitario, olía que te cagas a hierba en combustión. A partir de entonces cundió el pánico en el vecindario y se hizo la tensa paz de repente: ya nadie cantaba goles, ni tarareaba tendiendo. Ni siquiera el niño imbécil del tercero ─que era un adolescente─ escupía ya a las ratas, por temor a parecer sospechoso.
Poco a poco aquello iba asemejándose cada vez más a un asilo de perturbados: perseguían disimuladamente a cualquier desconocido que entrara en el portal, usaban rudimentarios sistemas de espejos para observar sitios difíciles desde el ángulo desde el que espiaban y comenzaron a hacer correr rumores absurdos de ellos, entre ellos.

Una noche dejó de oler para siempre. Un par de días después encontraron muerta a la anciana del primero en el interior de su casa. Estaba sentada en el bidet, con una sonrisa en la cara y una colilla con filtro de cartón tirada en el suelo. La ventana del aseo, que había sido su disimulada chimenea para cuando vivía su esposo, estaba abierta. A sus 93 años, aquella viuda había pasado siete décadas escondiéndose en el baño para echarse un cigarro. Aún en soledad, por costumbre, siguió con aquel mismo ritual.

Ninguno de sus entrometidos cercanos moradores puso tanta atención a su desdicha en vida, como a su tardía rebeldía.

Micro relatos escritos en un purgatorio donde, a menudo, me encuentro con genteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora