El forastero

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El sol, en su letargo estacional, empezaba a ser pesado y cansino. El movimiento de la ciudad que toda mi vida dió ese empuje al mes de septiembre, haciendo de éste mi comienzo de cada año, parecía el motor de un interminable verano triste donde las chicharras solitarias aún recitaban sus horribles cánticos practicando, quizá, un cortejo de amor que no fue exitoso en su momento.
Y pensando en las frustraciones sentimentales de los cicádidos e ignorando que quizá tan sólo pretendían dar por culo, angustiados y desesperados por querer morirse en paz ─tal y como dicta su reloj biológico─; paseaba como otra tarde cualquiera, mirando al frente y fumándome tranquilo un canuto mientras divisaba algún puto hueco entre las calles donde poder perderme lejos de los ruidos, la contaminación... y sobretodo de la gente.
Y es que el frío me hace más llevadera la llegada de esa multitud que vuelve de vacaciones, entre la que se pierden los conocidos locos de siempre que soportan, en el desierto infernal que supone un verano en 'Graná', la que cae en los espejismos de la flama en el asfalto; dejando, cada día que pasa, ver más cerca el oasis de un otoño que cada ciclo tarda más en llegar. Y en tiempos modernos, cuando alcanzan éstas fechas y de golpe aparece de la nada una turba echándome fotos en el parque disimuladamente mientras practico malabares ─como si fuera un mono en un zoo al servicio de los visitantes─ y, a su vez, mirándome mal porque tengo una cosa en la boca humeando que huele a algo así como a canela, entonces ─como un pura raza 'granaína' que soy y con "tó la malafollá" del mundo─ me siento un forastero en mi tierra... y me pongo de muy mala hostia.


Micro relatos escritos en un purgatorio donde, a menudo, me encuentro con genteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora