Thirty Eight.

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Agradezco a Dios de que es sábado porque si hubiera sido otro día de semana ya habría perdido las clases en la universidad, directamente no iría. No me levantaría de mi cama más que para ir al baño y buscar algo en la nevera. Normalmente los sábados preparaba el café que tanto me gustaba y me sentaba en el balcón a mirar como la ciudad aún estaba calma y a escuchar a mis amigos los pajarillos cantar como todas las mañanas. Pero con qué ánimos si ni siquiera me he quitado la ropa de ayer. No me he levantado para nada, como llegué me tiré y así amanecí.

Me miro al espejo. Ya huelo mal, necesito un baño. Está bien que esté deprimido pero no es justificación para andar como pordiosero y con olor a muerto en las axilas.

Luego de ducharme, apenas me pongo unos bóxers y un pantalón holgado. Afuera parece estar fresco, las nubes cubren el cielo en gris deprimente y algunas hojas que se mueven por el viento, logro distinguir a la distancia. Se ve frío y mi cuerpo lo siente, así que vuelvo rápido a mi cama y me tapo con las colchas hasta la cabeza.

En la noche tuve que cambiar sábanas y almohadas porque el perfume de Julia seguía impregnado en ellas. No sé de dónde saqué fuerzas para entrar en mi habitación y arrancar las sábanas.

Me removí como seis veces en mi cama hasta que encontré una posición cómoda y allí me quedé viendo el techo, pensando en que ella estaba a unos metros de distancia, seguramente en la misma postura que yo, acostada en su cama del lado izquierdo, el que dé más próximo a la pared, su costado favorito. O tal vez esté leyendo con sus lentes de marcos negros, algún libro que haya escogido en la semana.

Julia–

Eran casi las nueve de la mañana y yo no tenía sueño. No porque haya tenido una noche esplendida de descanso, sino porque el insomnio me atacó y tuve pequeños períodos de sueño super interrumpido, ya que no podía dormir si no tenía unos brazos rodeándome.

Maldita sea, no sé en qué momento me había acostumbrado a eso, pero ahora se me hacía imposible no dormir si no lo sentía detrás de mí, con su respiración cálida en mi nuca.

–Es que acaso no me entra en la cabeza– gruño y me tapo hasta la cabeza.– deja de pensar en él, no vale la pena.

Me levanto, porque es más que obvio que no podré dormirme, si no lo hice en toda la noche, no sucederá ahora.

Abro mi balcón. El aire es puro y muy fresco, me obliga a ir por una campera más abrigada y ponerme mis pantuflas. Papá tenía razón, esto parece invierno, no otoño.

Lleno la regadera con agua y baño a mis plantitas que son lo único que merecen mi atención y dedicación en esta vida. Pienso en ellas cuando sea invierno, espero que no se congelen y mueran.

Por puro instinto miro hacia mi izquierda, hacia el balcón de él. No hay nada, los pajarillos que suelen asomarse siempre están, pero están ellos solos, mirando hacia adentro, como si buscaran a Evan con la mirada. Revolotean un poco más y luego se van desilusionados al ver que quien les acompaña con silbidos su canto y les recompensa con algunas migas no está.

Dejo la regadera en su lugar y vuelvo adentro, tomo el teléfono para marcar el número de Clarie.

–Hola...– dice algo adormecida. No la culpo, soy una la única loca que no se puede dormir.– ¿Sucedió algo?

–Quería saber si puedo estar un rato en tu casa, no no me gusta estar aquí, sola.

–Ven, te espero con...– bosteza– chocolate.

–Gracias.

–Nos vemos en unos minutos.

Cuelgo y me pongo jeans y un buzo grueso color verde agua, saco un gorrito de hilo negro y me lo pongo y luego salgo de mi apartamento para ir a lo de Clarie.

Regresaras de Rodillas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora