Capítulo tres

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El domingo transcurre lentamente mientras deambulo sin rumbo por los pasillos de Hiraeth, acompañada únicamente por la voz de mi conciencia. Con cada paso, intento aferrarme a los detalles de este centro de salud mental, como si fueran fragmentos preciosos de un rompecabezas que necesito resolver. Mi conciencia susurra constantemente, instándome a escapar de este lugar opresivo. Y ojalá supiera cómo.

Me siento en el césped del jardín y observo detenidamente la valla que rodea Hiraeth. Faith tenía razón, es demasiado elevada. Y aunque pudiera treparla, siempre acabaría enjaulándome en el alambre de púas.

Hiraeth tiene dos puertas principales. Una de ellas permite el acceso al personal docente y los visitantes. Sin embargo, la otra sirve para la entrada de comida y medicamentos. Y ambas están vigiladas a todas horas. Recuerdo que Faith me comentó que, en una noche cualquiera, una paciente psicótica intentó escapar de Hiraeth por la puerta trasera vestida de enfermera y que, por ello, aumentaron las medidas de seguridad para que nunca más volviera a suceder nada parecido.

Contemplo la estatua de tres cabezas con algo de grima. En cada pieza de mármol está grabada una expresión facial. La primera cabeza sonríe extasiada a carcajadas silenciosas. La tercera llora y grita desconsoladamente. Sin embargo, la del centro se mantiene impasible y, mires por donde la mires, te devuelve la mirada.

Unos leves golpecitos en el hombro me devuelven a la realidad. Giro la cabeza y veo a Faith, Xia y Mía. Faith se estira en el césped recién cortado y cierra los ojos dejando que el Sol impregne su piel. Y que caliente aquel rostro del que se desprenden tantas pecas como recuerdos. Mía, la joven de cabello ámbar amarillo se pasea entre nosotras sin ademán de sentarse y canturrea algo incoherente. Sin embargo, Xia, la inigualable asiática,  se pone de cuclillas y sujeta un paraguas verde entre sus manos, intentando protegerse del Sol a toda costa. Me pregunto porque lo hará.

—Xia se cree burguesa y estar viviendo en el siglo dieciocho. La pobre teme quemarse la piel con el Sol y empezar a formar parte del grupo de los plebeyos. —murmura Faith, leyéndome la mente como en muchas otras ocasiones— O puede que sea una paranoica y le tema a la insolación. Haz tus apuestas.

—No tiene gracia, Faith. —sisea la joven de cabello alquitrán

—Un poquito sí que la tiene. Entenderás que sujetar un paraguas en un día tan fabuloso es muy poco usual. Por no decir gracioso.

Xia niega con la cabeza, irritada y bebe algo de agua a través de una cantimplora lila que lleva sujeta al cuello con una correa.

—Hace mucho calor. Creo... creo que es mejor que regrese dentro. No me gustaría...—balbucea Xia con un hilo de voz y entonces desaparece del jardín

—¿Sabéis que hay para cenar hoy? —Pregunta Mía con inquietud y yo niego con la cabeza— ¿Qué hora es? Ojalá llegue pronto la hora de la comida. Estoy hambrienta. 

Me recuesto sobre el césped boca arriba y permito que mis ojos recorran todos los ventanales de Hiraeth. Busco al aficionado a la magia aun sabiendo que la probabilidad de encontrarle es nefasta.

Primera planta, no. Segunda planta, tampoco. Tercera, cuarta, quinta, sexta... Allí está. Lo veo sentado al borde de una de las ventanas de la séptima planta, observando el paisaje que regala Atlanta desde lejos. Tiene las piernas sacadas hacia fuera y las balancea levemente jugando con la gravedad.  Él de vez en cuando cierra los ojos consintiéndole al Sol que le acaricie la piel y sonríe. Goza de cada minuto que le regala la vida. Tanto como si fuese la última vez que lo hiciera.



A la hora de la cena observo como Mía devora su plato de berenjenas con miel y patatas al horno con avidez, como si nunca antes hubiera experimentado tal voracidad. Y velocidad. Observo cómo la muchacha de cabello ámbar amarillo lucha contra su pretencioso deseo de alimentarse. Cómo combate contra el ansia del tiempo que se hace relativo mientras ella come.

Diario de una enferma mental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora