Capítulo doce

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Mientras engullo mi plato de albóndigas con tomate,  observo a las demás pacientes. Gravo en mi memoria sus gestos, sus  expresiones y voces agudas. Incluso su implacable resistencia a  cooperar, desafiar a los celadores o manipularlos para satisfacer sus  propios deseos.

Mi mirada se desvía hacia la  puerta del comedor y veo al doctor Pearson y a Robin entrar. Ambos están  inmersos en una animada conversación mientras esperan su turno para  comer. En un momento dado, la doctora Robin susurra algo a Pearson y  noto cómo ambos comienzan a buscar algo con cautela en medio de las  muchachas. Escudriñan y rebuscan hasta que posan sus ojos en mí.  Intercambian ideas rápidas, visiones posibles y me pregunto una y otra  vez qué estarán diciendo.

— Me parece que Mía se  va a meter en un buen lío. —murmura Xia, devolviéndome a la realidad y  señalando a nuestra compañera de cabello ámbar amarillo y rizado

Mía coge su plato lleno de albóndigas con tomate e intenta tirarlo discretamente a la basura, pero la enfermera Leonora la descubre.

—Te dije hace semanas que, si te pillaba tirando la comida, te sancionaría.  ¿Quieres que te quite el derecho a los pases vip? ¿O que te traslade a  aislamiento? Porque me parece que lo deseas. Estás acumulando  suficientes motivos para que te lleve, Mía. —dice la enfermera con  desdén

—Lo que quiero es que dejes de seguirme y  vigilarme. Eso es lo que quiero. Y si en aislamiento encuentro  libertad, prefiero ir allí. No soy una niña, por todos los demonios.  —grita Mía al borde del llanto, y el plato de plástico se le resbala de  las manos. Mía cierra los ojos y pierde el equilibrio, desplomándose en  el suelo.

Sus debilidades se hacen evidentes  con una claridad asombrosa. Su tez pálida refleja el estrago causado por  la desnutrición, mientras su mirada perdida busca desesperadamente un  destello de esperanza en el vacío. Las sombras oscuras que se  arremolinan debajo de sus párpados rivalizan con la intensidad del verde  en sus ojos, revelando el agotamiento que la consume. Y en su  vulnerabilidad, surge una fragilidad constante, arraigada en su ser y  manifestada una y otra vez, recordándome la crueldad del destino.

La enfermera Leonora se acerca preocupada, ofreciéndole un vaso de agua que la obliga a beber.

—Todo  lo que ves es muy común en Mía. Ella se desmorona porque no come nada y  su cuerpo reclama ayuda. —me explica Xia, y yo asiento con el corazón  encogido

—Fija la mirada en un punto y respira.  Poco a poco. —exclama la enfermera Leonora con profesionalidad,  manteniendo el control de la situación 

—Antes  de que ingresaras en Hiraeth, Mary Ana estaba peor. Se desmayaba todos  los días. Por la mañana, al mediodía, de noche, e incluso mientras  dormía. Todas pensábamos que por el ritmo de vida que llevaba, se  acabaría muriendo. Era tan grave su bulimia que llegó a pedirme que le  consiguiera guantes de cocina para que no se hiciera más heridas en los  nudillos y los dedos y que así nadie descubriera que había recaído. Una  vez presencie como se comió su propio vómito solo para volver a  purgarse después. Recuerdo que incluso llegó a quedarse sin voz por  irritar tanto su garganta. —confiesa Faith en un susurro e intentando  que nadie nos oiga — Ella siempre me decía que se sentía miserable  después de comer, y gloriosa después de purgarse. Contradicciones emocionales que acabaron por enloquecerla.

Somos  cuatro almas. Cuatro cuerpos en ruinas. Cuatro luchas internas. Y  cuatro anhelos por alcanzar la luz algún día. Una luz que nos guíe por  el sinuoso camino de la verdad hacia la paz.

Un  par de celadores ayudan a Mía a levantarse del suelo y la guían hasta  nuestra mesa, sentándola con nosotras. Entonces la enfermera Leonora le  tiende otro plato de albóndigas con tomate y un tenedor.

Diario de una enferma mental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora