Capítulo nueve

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Cada noche te oía persuadir a la muerte para que te hiciera una visita. Que tomarais un par de copas de vida y que luego te llevara a la cama.

Cada noche te oía hacer lo que realmente querías. Mirarla a los ojos y enredarte con ella en un beso eterno. Uno donde ella te asesinaba y tú la resucitabas. Una y otra vez.

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Le entrego mi hoja a la doctora Arizona y me dedico a observar al aliado de vida y muerte, cumpliendo con mi tradición una tarde más.

Hoy, el hombre interpreta el papel del fumador frustrado, aquel que me repele. Fuma un par de cigarrillos sin pausa, batallando contra la nicotina. Se desvanece con cada calada, sumergiéndose en el deseo. Tan rápido como el disipe del humo.

De repente, veo a uno de los pacientes acercarse a él y susurrarle algo al oído. El hombre levanta la cabeza hacia los ventanales, pillándome observándolo desde la quinta planta del edificio. Con fastidio, voltea los ojos, apaga el cigarrillo con desgana y se aleja de mi campo de visión.

El tiempo avanza tres minutos y lo veo regresar de nuevo. Pero esta vez no como el fumador frustrado, sino como un niño. Corretea de un lado a otro, alza su muñeco tallado al aire y canta canciones de cuna iguales a las que me solía cantar mamá a mí.

La voz de mi conciencia me mira entornando los ojos. Ella tampoco comprende lo que acabamos de presenciar. Menos aún lo que ocurre. Ni quién es realmente el aliado de vida y muerte.
Siento como si viviera en una constante obra de teatro, con personajes, extras, luces y sombras, diferentes actos y tantos cierres de telón como cuestiones sin resolver. Pero, ¿cuánto tiempo me llevará resolverlas?


A lo largo de la cena, Xia parece estar muy inquieta. Casi no prueba bocado porque según ella, su sopa de verduras está muy caliente y el filete de pollo empanado está chamuscado.

—¿No puedo comer otra cosa? —le pregunta a la enfermera Leonora, pero ella se niega— Tengo hambre. Y no hay nada frío. ¿Y si me preparan una ensalada de atún y aguacate?

—Debes intentar tomarte la sopa, por más caliente que creas que esté. Es uno de los primeros pasos para superar tu miedo.

—Oh, no tenía ni la menor idea. Gracias por tu ayuda, Leonora. —murmura la joven asiática bufando y alarga la mano para coger un trozo de pan de la diminuta panera.

De vez en cuando, Xia agita la taza con la mano con la intención de que se enfríe.

—¿Y si le pones cubitos de hielo? La otra vez funcionó para enfriar el plato de lentejas —le recuerda Mía, que ya va por su segunda taza de sopa. Antes mencionó que le resulta más fácil ingerir líquidos porque luego no le cuesta tanto purgarse, no como cuando come pan, arroz o pasta, ya que estos tres alimentos suelen atascarse en su indócil garganta.

—Lo he intentado, pero a los celadores se les ha dado instrucciones de no darme nada frío. Incluso han colocado una nota en la máquina de hielo que dice que tengo prohibido su uso. —responde la inigualable asiática

—Te han prohibido usar la máquina de hielo porque les dejarás en bancarrota por estar dándole tanto uso. Tu plaza en Hiraeth les está saliendo muy cara. Si sigues así, seguro que te acaban echando e incluso pueden enviarte de vuelta a tu país. —la ataca Faith, la conejita Duracell

La muchacha de cabello oscuro y quemaduras robustas decide no hacerle caso a Faith e introduce el dedo meñique en la sopa, suspirando aliviada. Intuyo que ya estará tibia.

Diario de una enferma mental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora