Capítulo sesenta y cuatro

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Mía entra por la puerta del comedor con rasguños en las mejillas y la mirada perdida. La enfermera Leonora la acompaña hasta su asiento y antes de irse, la escucho decirle:

—Desayuna, si no, ya sabes cuál será la sanción.

Oh.

Mía voltea los ojos, irritada, y con las manos temblorosas, coge un vaso de agua y le da un sorbo.

—¿Cómo te sientes? —le pregunto en un susurro.

La joven de cabello ámbar amarillo levanta la mirada y veo sus ojeras pronunciadas, rozando el tono morado.

—Creo que anoche fue una de las peores noches de mi vida —confiesa con los ojos lagrimosos, y yo me estremezco.

—¿Por qué? ¿Qué pasó anoche? —dice Xia, la joven de las mil quemaduras, tomando la mano de Mía y diviso sangre y heridas en sus nudillos. Eso me hace entender que la joven se purgó toda la noche sin descanso.

—Me bañé en mi propio vómito. Lo peor de todo es que no tenía ni agua ni nada para limpiarme —explica Mía sacudiendo la cabeza, como si quisiera deshacerse de esos recuerdos— Pasé casi cuarenta y cinco minutos con restos de comida esparcidos por mi cuerpo. Y cuando me limpiaron, me volví a purgar.

—No es la primera vez que lo haces, querida. Aunque si mi memoria no falla, siempre tenías agua a tu alcance, por lo que no puedo imaginar cómo soportaste el olor del vómito encerrada en aislamiento. Yo no podría haberlo hecho —exclama Faith, la conejita Duracell, mientras se come su bol de frutas y yogur. —Chicas, chicas, chicas ¿por qué no le pedimos a la doctora Robin que nos organice una excursión a las montañas de Stone? ¿Os gustaría? Así aprovecho para solicitar un permiso para poder conducir. Ya sabéis que una majara al volante es peligrosa.  Necesito bañarme en el río sin nada de ropa. —la joven de cabello zanahoria sigue hablando y hablando, perdiéndose en cada palabra que sale de su boca. Su torrente de ideas me muestra una vez más la fragilidad e imprevisibilidad de la mente humana, recordándome que nuestras percepciones de la realidad pueden variar significativamente de un alma a otra, y cómo la forma en que interpretamos el mundo puede moldear nuestra experiencia de vida y de muerte.

Durante la sesión de la terapia grupal, Mía está muy ansiosa. Se pasea inquieta por la sala contigua mientras se muerde las uñas. Su respiración es entrecortada y sus ojos están llorosos.

—Mía, comparte tus pensamientos con nosotras. —le pide la doctora Robin, y ella bufa con desdén

—Estoy harta de que mi bulimia me controle, doctora Robin. Ya no sé qué hacer. —confiesa la joven de cabello ámbar amarillo entre sollozos —Quiero dejar de purgarme, pero no sé cómo.

—Tienes que escucharnos para poder mejorar, Mía. Si sigues negándote al tratamiento, será muy difícil superar tu problema—advierte la doctora Robin

—¿Y si te dijera que estoy irrevocablemente fascinada con el sufrimiento? A veces pienso que adoro tanto el dolor que me provoca purgarme, que por ello no consigo continuar con el tratamiento. —confiesa con el rostro desencajado

—Entiendo que asocies el dolor con el alivio. En tu mente, crees que el dolor es la única vía de escape, pero tómate un momento para pensar. ¿Te gustaría seguir atrapada en los suburbios de tu mente para siempre, o crees que sería alucinante vivir una nueva vida? Una vida sin purgas, sin balanzas, sin sangrados ni calorías. — cuestiona la doctora Robin, brindándole un espacio para la reflexión.

—No sé por qué cuando estoy en el trance de ingesta de comida, no soy yo la que come. Es la bulimia la que lo hace por mí. Yo solo la observo desde fuera. —dice Mía limpiándose la nariz con el dorso de la mano—Sin embargo, cuando voy a purgarme, Mía es quien lo hace por mí, permitiendo que mi bulimia me observe desde fuera. Y me juzga, me insulta, me culpa una y otra vez, y no me deja más remedio que seguir haciéndome daño.

—En los atracones sufres episodios de despersonalización porque sabes que lo que va a venir después es tan traumático que a tu mente se desconecta como mecanismo de defensa. —le explica la doctora Robin y ella asiente con un leve movimiento de cabeza

Recuerdo que a mí también me pasaba algo similar cuando Lux me agredía. Mi mente se desconectaba porque no era capaz de soportar más dolor. Más del que nunca podría haberme imaginado.


Doy un par de golpecitos en la puerta del despacho del doctor Pearson y la abro. Lo encuentro absorto en la revisión de sus papeles, tan concentrado que ni siquiera se da cuenta de mi presencia.

— Si hubiera sabido que estabas tan ocupado, podría haber considerado no venir, doctor.  —le digo con una sonrisa en los labios, y él niega con la cabeza, divertido

—Disculpe mi falta de profesionalidad, señorita Bowman. Pero comprenderá que usted es uno de los casos más desafiantes a los que me he enfrentado. 

—¿Por qué? —inquiero ladeando la cabeza, y aguardando su respuesta

—Porque tienes una forma muy peculiar de canalizar el dolor. —explica el doctor Pearson encogiéndose de hombros y yo entiendo que no se va a pronunciar más sobre el tema. —¿Cómo os conocisteis Lux y tú? —añade, curioso

Un arroyo de recuerdos invade mi mente y me estremezco de angustia. Han pasado tantos años desde aquel primer encuentro que apenas recuerdo si fue tan bueno como lo sentí en su momento.

—Nos conocimos en una cafetería. Yo estaba preparando un trabajo para la universidad y a él se le resbaló la taza de café, cayendo sobre mis apuntes. —respondo

Nunca olvidaré la primera vez que lo vi. Era tremendamente atractivo, pero en mi fuero más íntimo sabía que tanta belleza solo acarrearía peligro. 

—¿Crees que lo hizo a propósito para poder entablar una conversación contigo?

Me encojo de hombros.

—Tal vez. Él nunca daba indicios de ser torpe. Era meticuloso e intentaba tener el control de todo en todo momento. —murmuro con un hilo de voz— Pero lo supe tarde.

—¿Cuándo? —el doctor Pearson se acerca más a la mesa y yo suelto una bocanada de aire

— Después de que nos mudáramos juntos. 

El doctor Pearson asiente y reescribe mis confesiones en su informe.

—¿Por qué crees que decidiste dar ese paso tan importante?

—Porque me enamoré perdidamente de él, doctor Pearson. Creo que su obsesión por mí llenó el vacío que mis padres dejaron. No sé.  —confieso, desviando la mirada hacia el ventanal. El sol se despedirá en un par de horas y permitirá que la noche se adueñe del cielo. Aquella noche de la que secretamente estoy prendida.

—¿No lo sabe, señorita Bowman? ¿O no quiere saberlo?—inquiere el doctor Pearson con cierta picardía, y yo volteo los ojos, divertida

—Creí que su trabajo era averiguarlo, doctor. Aunque claro, con lo poco profesional y competente que es no sé porqué me sorprende. —ataco con una sonrisa, y él suelta una carcajada

—Entenderá que mis agotadas neuronas ya no me lo permiten. Ya sabe, lidiar con una paciente como usted durante el día tiene sus inconvenientes.— contraataca él, y yo niego con la cabeza, divertida

—Olvido mencionar que también lidia conmigo por la noche, doctor Pearson. Sé que cuando está en su casa solo y aburrido piensa en mí. —murmuro guiñándole un ojo, y él vuelve a reírse

—Tal vez. Nunca lo sabrás, Bowman. —responde con cierto brillo en los ojos, y esta vez soy yo la que se ríe con suavidad

—No hace falta que me lo confirme, doctor. Soy poseedora de la respuesta desde hace mucho mucho tiempo. Nos vemos en la siguiente sesión. —digo con picardía y desaparezco de su despacho


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xoxo

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Diario de una enferma mental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora