Capítulo veintitrés

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Jugar al pilla pilla con mi pasado y futuro simultáneamente. Jugar sin saber nunca de quién de los dos huir. Y con quién de ellos aliarme. Confiar ciegamente así en mi presente. Aquel que tantas veces quiso deshacerse de mí. Pero que en muchas otras acabó volviendo. Por despecho o para traicionarme una vez más.
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Después de entregarle mi hoja a la doctora Arizona me posiciono en el ventanal del taller de creatividad y busco con la mirada a Joy, el aliado de la vida y muerte. Con la probabilidad de que esta tarde no aparezca salvo cualquiera de sus otros alter egos.

En mi campo de visión figuro a uno de los pacientes de Hiraeth abalanzarse sobre otro con agilidad tirándolo en el césped y colocándose encima de él. Darle puñetazos en las costillas. Acosarle. Discutir acaloradamente.

—Ahora no eres tan fuerte. ¿Eh? Niñito de papá...—se mofa el paciente escupiéndole en la cara

Al oír eso, el otro individuo toma las riendas de la pelea dándole un fuerte empujón al paciente. Se levanta del suelo y lo estrangula, permitiéndome así ver su rostro. Ahogo un grito a la vez que mi pulso se acelera. Es el fumador frustrado y cascarrabias. El alter ego que tanto me repele. Desde arriba presencio cómo sus pupilas irradian furia. La ira que su cuerpo grita. Y la irrevocable fuerza que éste desprende entre golpe y golpe. Casi dejando inconsciente al primero.

— En defensa del fumador frustrado y cascarrabias diré que no fue él quien empezó la pelea. Él solo se está defendiendo. — murmura la voz de mi conciencia observando el espectáculo mientras se zampa un bol de palomitas y yo cabeceo

Al salir del taller de creatividad, me encuentro con las pacientes de las demás habitaciones dirigiéndose de vuelta a sus respectivas plantas, revolucionando los pasillos a su paso y captando la atención de los celadores. En un intento de despistar las cámaras de seguridad y a los docentes de Hiraeth, me oculto entre mis compañeras y subo hacia la azotea.

Esta mañana escondí el manojo de llaves dentro de una de mis pantuflas. La voz de mi conciencia me recuerda que no debo apropiarme de todo el manojo, sino solo de las llaves que me serán útiles. Asiento con una mueca mientras el roce de las llaves me causa dolor en los dedos de los pies, pero resisto la molestia, o al menos lo intento.

Al llegar frente a la puerta de metal oxidada, saco las llaves y me apodero de la cerradura durante unos minutos, hasta que encuentro la llave correcta para abrir la puerta de la azotea. Bien. La extraigo rápidamente del manojo y la oculto en el otro par de pantuflas.

Cruzo la azotea acercándome al borde, mientras observo atentamente cómo el atardecer tornadizo domina el cielo, acomodándose y acogiendo entre sus garras al naranja chillón de la muerte furibunda, que estalla en un grito silencioso dando vida y bienvenida al azul celeste y blanquecino, apoderándose de él con un beso. Una caricia rosa parda y bestial los une coloridamente, permitiendo que se extrañen incluso estando juntos, que se amen y que recuerden que sin uno nunca habría podido existir el otro. La suave brisa del crepúsculo me envuelve entre piel y alma, inspirando la luz, los colores y la vida nectárea, haciéndome olvidar todo fugazmente.

Me quedo allí, en la azotea, perdida en el abrazo del anochecer y la belleza efímera que lo rodea. Cierro los ojos y dejo que la paz y la serenidad me invadan, al menos por un instante, antes de enfrentar lo que sea que me espere más adelante.

—Buenas tardes, aliada de la vida. —murmura Joy detrás de mí y yo me encojo, asustada —Tranquila, no voy a raptarte.

Giro la cabeza y nuestras miradas se encuentran por un momento. La luz del atardecer enciende el rostro de Joy, redibujando en pinceladas sus ojos frágiles. Su nariz distintiva y sus labios tiernos.

Diario de una enferma mental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora