Capítulo setenta y cuatro

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Cruzo el jardín mientras el aroma del césped mojado impregna mis fosas nasales. La serenidad de la noche es tan cautivadora que, a pesar de los nervios, me brinda un breve alivio. Joy se encuentra cerca de la estatua de tres cabezas, observándome como si nunca lo hubiera hecho antes. Suspira, permitiendo que sus intenciones se deslicen por mi piel hasta desvanecerse como polvo de estrellas. Joy se despoja de las capas que me envuelven y escruta mi alma con cautela. Observa cómo late ante su contacto, cómo se revuelve entre sus latidos y corre por el sendero sediento de sus impulsos. Extiende su mano y acaricia suavemente mi mejilla con sus dedos.

—Hoy quiero que nos despidamos —me pide, con una sonrisa en los labios, y yo frunzo el ceño.

—¿De quién? —pregunto confundida

—De ti —responde.

No comprendo por qué lo dice. Él extiende sus dedos y los desliza por mis cejas, relajando mi expresión facial.

—Cierra los ojos —me solicita, y asiento en respuesta.

Al cerrarlos, mi campo visual se oscurece, acercándose al tono lascivo de lo que fue mi alma en algún momento.

—Ahora escucha atentamente lo que voy a decir. Presta atención.

Asiento e inhalo profundamente. Mi pulso se acelera al ritmo de un crescendo musical de Beethoven.

—Despídete. Despídete por última vez, aunque lo hayas hecho en muchas otras ocasiones. Despídete en silenciosa, y precaria. Despídete con el derecho de echar de menos, de volver a buscar y de no encontrar. Despídete sabiendo que algún día tendrías que separarte, que algún día tendrías que decir adiós. Hasta siempre. O incluso hasta nunca. Despídete de ti, porque ahora nacerá una nueva tú. Y esa nuevo tú te gustará tanto que no querrás despedirte de ella nunca. —concluye Joy, y yo respiro profundamente, con la respiración entrecortada y los pelos de punta

Abro los ojos y lo miro, quizás con miedo, quizás con verdad. Floto débilmente en el abismo de su mirada azul, esperando que él me ayude a salvarme. Y sé con certeza que lo intentará, o al menos lo intentará.

Joy coloca sus dedos en mi barbilla y me besa por última vez. Me besa como Adama, el niño de las piruletas, como Nana, la anciana tejedora, como el señor Van Dongen, el pintor holandés, como Brando, el alter ego frustrado y cascarrabias, como el aspirante a músico adolescente y como el escritor exasperante y ladronzuelo. Joy me besa con todas las almas que conviven y renacen dentro de él.

Me separo un poco y niego con la cabeza, sin creerme que vayamos a escapar de Hiraeth.

—Te quiero —susurro, y veo un destello de luz expandirse en sus ojos a través de sus pupilas

—Siento interrumpir, pero es hora de irse, chicos —oigo decir a uno de los celadores, y cuando me giro veo a Scott y a Mason ataviados con sus uniformes blancos. Uno de ellos sostiene una cuerda gruesa con la que rodean la estatua de piedra. Enrollan la cuerda entre sus manos y, con la ayuda de Joy y otro celador, tiran con fuerza para mover la estatua de tres cabezas.

—Sí... pesa mucho —gruñe Joy, con las mejillas enrojecidas y las venas marcadas, mientras tira y tira de la estatua.

Miro a mi alrededor, temiendo que nos descubran, pero parece que aún no lo han hecho.

—Vamos, tirad más fuerte. —insta Scott, girando sobre sus talones y tirando hacia adelante, aunque a veces resbala en el césped.

Después de trece minutos, logran apartar la estatua hacia un lado, dejando al descubierto una pequeña rampa. Mi pulso se acelera y miro de reojo a Joy. Aún no puedo creer que estemos a punto de cumplir mi deseo.

—Entra primero —me pide Joy, enrollando la cuerda alrededor de mi cintura mientras Mason y Scott la sostienen con firmeza para que pueda bajar sin caerme. Me deslizo por la rampa en la oscuridad, solo puedo ver un destello de luz que se filtra desde afuera y los ojos azules de Joy observándome constantemente.

—Ahora tú —le digo, sonriendo, pero Joy cierra los ojos y sacude la cabeza. Y mi mundo se derrumba. No, ahora no.

De repente, los ojos de Joy se abren nuevamente y Adam, el niño de las piruletas, aparece frente a mí.

—¿Qué... qué haes aí? —pregunta con voz infantil, y mi corazón se rompe. ¿Por qué ahora?

—Voy a volver a casa. ¿Vienes conmigo? —le pregunto.

Él niega con la cabeza, convencido de que no se moverá del jardín.

—No, eta mi caza.

Niego con la cabeza, resignada, y mi respiración se vuelve irregular.

Los ojos de Joy se cierran una vez más, y esta vez aparece el señor Van Dongen.

—Lo siento, señorita Bowman, pero no podemos irnos. Fuera seríamos un peligro. —intenta explicarme el señor Van Dongen con su acento pronunciado, y suelto un bufido—. Hiraeth se ha convertido en nuestro hogar.

—Pero Joy quiere escapar, señor Van Dongen. Deben dejarlo ir. Él lo necesita —trato de decir, pero las palabras se pierden en mi boca como una aguja en un pajar.

Joy cierra los ojos y sacude la cabeza con determinación. Tres segundos después, Nana, la anciana tejedora, aparece ante mí.

—Querida, no te detengas más. Escapa, escapa. Esta es tu única oportunidad. —me ruega con su voz áspera y entrecortada—. Pero antes de irte, Joy me pidió que te entregara esto. —Nana saca de su bolsillo un sobre y me lo muestra.

—La escribió Joy hace semanas, por si no volvía a aparecer y no pudiera despedirse de ti. —explica Nana, rascándose la coronilla y yo asiento, con el estómago encogido.

Nana deja caer el sobre en mis manos y lo ilumino con la linterna. En la parte delantera puedo leer, escrito con tinta negra, las palabras "Por si no te vuelvo a ver". Mi mirada se dirige una vez más a Joy, a sus treinta alter egos, a esas flores del infierno que han formado parte de mi vida y me despido de ellos para siempre. 


En mi tiktok @inessdeluna publico contenido variado sobre la trama, los personajes y avances.
xoxo

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Diario de una enferma mental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora