Capítulo dos

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A primera hora de la mañana la puerta de nuestra habitación se abre y veo aparecer al Doctor Pearson. Detrás de él camina la enfermera Leonora cargada con una pila de papeles.

—Buenos días, chicas. —nos saluda efusivamente y yo volteo los ojos, irritada

El doctor Pearson se aproxima a mi cama y cuando me tiene lo suficientemente cerca se quita las lentes y me mira a los ojos.

—Veo que usted también está despierta, señorita Bowman. Creí que le costaría acostumbrarse a nuestro fatídico horario.

— Si el fatídico horario hubiese sido hecho por usted seguro que me habría costado acostumbrarme. —ataco con una sonrisa pícara

—¿Y quién ha dicho que el horario no esté hecho por mí? Presento numerosas habilidades, un par de títulos universitarios y el deseo constante de seguir explorando mis límites. —responde el doctor Pearson

— Usted nunca clasificaría como fatídica a una de sus labores. Es bastante arrogante, doctor Pearson. Y aunque posea numerosas habilidades y títulos, dudo que tenga el suficiente intelecto para diseñar un horario. Por más que lo intente. —añado guiñándole un ojo con diversión

El doctor Pearson suelta una carcajada y niega con la cabeza.

—¿Cómo te encuentras esta mañana? Cuando estás a la defensiva dificultas mi trabajo. —pregunta entonces con suavidad, y yo me encojo de hombros. —Bien. Voy a hacerte una rápida revisión. —saca una diminuta linterna del bolsillo de su bata y la enciende—Levanta levemente la cabeza hacia arriba y abre bien los ojos. —me pide cogiéndome suavemente por la barbilla y colocando el foco de la linterna sobre mis pupilas —Mira hacia la derecha. Bien. Ahora mira hacia la izquierda. Perfecto. —apaga la linterna, pero en ningún momento se aparta de mí. Continúa examinando mis ojos. Mi mirada. Continúa haciéndolo como si se perdiera en ella por un instante que dura siempre. El doctor Pearson recorre mi oscuro iris cálida y cándidamente. Lo estudia. Lo venera.

—¿Puedo ayudarle en algo, doctor Pearson? —inquiero con una sonrisa en los labios

—Perdona. —el doctor Pearson se disculpa y me suelta —Nunca había visto unos ojos tan expresivos.

—¿Debería agradecérselo? Tenga en cuenta que una no siempre recibe piropos de su psiquiatra. —murmuro alzando una ceja, divertida y el doctor Pearson asiente con una sonrisa

—Leonora, retírele las vendas y los parches a la señorita Bowman. Parece ser que sus heridas han cicatrizado. —ordena revisando mis hematomas y los irregulares cortes por encima

—¿Y por qué no me quita las vendas usted, doctor Pearson? ¿Teme que le muerda?

—Presento una dermatitis bastante delicada. Entenderá que si lo hago estaría corriendo un grave peligro. —responde guiñándome un ojo, gira sobre sus talones y desaparece

El proceloso sarcasmo del doctor Pearson se disipa junto a él obligándome a regresar a la Tierra. Una Tierra que dibuja suicidas vivientes con flores de la muerte talladas en los brazos. Y los ojos.

—Sabina, quítate el camisón y extiende tus brazos. —me pide la enfermera Leonora sacando unas tijeras del bolsillo de su bata

Me yergo con un nudo en la garganta y en un acto reflejo me llevo la mano al cuello. Pequeñas descargas de dolor recorren parte de mi piel y me encojo disimuladamente. O eso intento. Tapo parte de mis heridas con la cabellera y aguardo. Aguardo tanto como para perderme entre todos mis recuerdos. Mis castigos. Mis temores. Y aquellas cuestiones que se rigen por la fugaz duda de ser o no ser desvestida.

Diario de una enferma mental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora