Capítulo treinta y uno

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¿Y si realmente no tuviéramos una sola vida? Salvo vidas por cada amor. Por cada te quiero callado. Cada promesa sin licencia para serlo. O cada viaje con destino al pasado. Al futuro. Sabiendo que nunca compraríamos el billete de vuelta.
¿Y si realmente no viviéramos? Salvo morir cada vez por querer vivir de verdad. Morir en cada despedida. En cada pérdida. Seguir muriendo en cada caída. Premeditarla solo por querer enlazarla con lo que nos dictó el corazón una vez.
¿Y si realmente nunca nos hubiéramos conocido?  Vida. Muerte. Tú. Y yo. Salvo ser peones del destino. Burbujas de tiempo. O incluso ráfagas de suerte. Unas que al final nos unieron a las cuatro, haciéndonos ser lo que probablemente fuimos un día. Preguntas sobre vida y muerte. Preguntas sobre tú y yo.
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Le entrego mi hoja a la doctora Arizona y me acerco al ventanal. Busco a Joy. Hoy es el señor Van Dongen. Lo sé porque lleva una bufanda de cachemir roja anudada al cuello y restos de pintura en las manos. Me dedico a observarle mientras dibuja y redibuja algo en uno de sus cuadros hasta que él levanta la cabeza y nuestras miradas se encuentran. 

—Señorita Bowman, tengo un recado para usted.

—¿Un recado? — pregunto frunciendo levemente el ceño

—Sí, es del señor Carter. Me dijo que fuera exquisitamente cuidadoso a la hora de dárselo.

—¿Y de que se trata, señor Van Dongen? —pregunto curiosa a la vez que lo veo coger una bolsa de terciopelo y extraer un par de tableros. Los coloca uno a uno sobre el césped del jardín permitiéndome leer lo que está escrito en ellos con óleo:

"Azotea. 3. AM."

Esbozo una sutil sonrisa y niego con la cabeza. Joy y sus peculiares y versátiles formas de sorprenderme.

—Intente ser puntual, señorita Bowman. El tiempo vuela. Corre tanto que se nos hace difícil seguirle. Y perseguirle. Por ello debemos correr aún más rápido y aprovechar los segundos que éste nos regala. —dice con voz pausada y solemne

—¿No cree que si corriéramos más rápido que el tiempo estaríamos haciéndole un favor?

—¿Por qué lo dice, señorita?

—Porque al tiempo le apasiona correr, e intenta convencernos para que nosotros lo hagamos también. Desea que corramos tras él. O incluso junto a él, pero creo que el secreto está en dejarlo pasar. Disfrutar de cada momento. Tempo. Y vida. Solo porque está correrá también y no regresará nunca más.

El señor Van Dongen me mira fijamente, asintiendo con lentitud.

— Buena puntualización, señorita Bowman. He de confesar que nunca me lo había planteado así, pero puede que tenga razón. Solo una poca. —me guiña un ojo con gracia y luego vuelve a fijar toda su atención en el cuadro



Mientras engullo un donut lleno de azúcar glaseado, una de las enfermeras se acerca a nuestra mesa y me entrega una servilleta de papel doblada en cuatro.

—Ábrela. —Me susurra como si ocultara el secreto más grande del mundo y se aleja

Al desdoblarla, encuentro un mensaje escrito en tinta negra:

"Tienes resto de azúcar glaseado entre la mejilla y el labio superior. No me obligues a que cruce todo Hiraeth solo para limpiártelo yo. Y, por cierto, con o sin vendas en la cabeza estás preciosa.
Jota"

La nota de Joy me hace sonreír. Siempre logra acelerarme el pulso incluso aunque no esté presente. Me levanto de la silla y camino hacia el ventanal. Busco a Joy por el comedor de hombres hasta que finalmente lo encuentro. Nuestras miradas se cruzan, deteniendo el tiempo y el espacio. Me sumerjo en la intensidad de sus ojos, tan envolventes y magnéticos que me hacen converger. Entonces veo como se encorva igual que un anciano, empieza a respirar de manera irregular y hablando consigo mismo desaparece de mi vista.



Diario de una enferma mental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora