Capítulo ocho

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A las tres de la madrugada, decido dar un paseo silencioso por los pasillos de Hiraeth, sintiendo las baldosa frías y resquebrajadas bajo mis pies. Respiro los recuerdos que las paredes de hormigón gritan y con delicadeza escucho los secretos de aquellos pacientes que alguna vez vivieron y convivieron en esta institución. De repente, un grito embotellado llega desde los servicios y me detiene en seco. Es un grito angustiado, lleno de tormento y culpa, que se repite una y otra vez en breves pausas de dos segundos. Con el corazón encogido, entro en el servicio y busco el origen de aquel grito, inspeccionando los compartimentos sin puertas hasta encontrar a Mía. Ella está encorvada sobre el retrete, con la mirada perdida y el rostro y los dedos manchados de vómito. Oh no.

—Mía —susurro con voz ronca y el pulso acelerado.

Ella levanta lentamente la cabeza y me mira por un momento. Está pálida, con los ojos hinchados y enrojecidos, como si el verde eucalipto de su mirada se hubiera desvanecido nuevamente.

—No le digas nada a la enfermera Leonora. Por favor, lo necesito —su voz suena vulnerable, demasiado.

Asiento y me giro para darle algo de privacidad. Sé que este es el único momento en el que ella puede renacer, declararse humana de nuevo.

Abro uno de los grifos del lavabo y me mojo la cara y la nuca, esperando a que Mía termine. Siento cómo el sufrimiento que su alma grita me golpea la espalda, tratando de obligarme a abandonarla, dejándola sola en su mundo frágil y dañado. Pero no puedo.

Otro grito de Mía expulsa uno de sus miedos, temeroso y destructivo. Un grito más, una expulsión más, y otro, y otro.

—Vamos, gorda de mierda —solloza mientras intenta meterse los cinco dedos de la mano en la boca y se golpea el vientre—. Sácalo. No pares.

La oigo llorar, menospreciarse, bañarse en su vómito, desmoronarse en el oscuro vacío que la rompe y corrompe.

Algún que otro trozo de comida se resiste en su garganta, pero ella no se rinde. Sigue intentándolo. Mía introduce sus dedos una y otra vez, destrozando su alma hambrienta. Se provoca arcadas para deshacerse de todo, incluso de lo que ya no existe.

—Sigue. Mamá estaría muy orgullosa —musita Mía mientras se limpia las lágrimas con el dorso de su mano manchada de vómito—. Nunca más dirá que estás gorda.

Se golpea el estómago con rabia y luego escupe sangre.

—Mía, por favor, detente —suplico acercándome a ella, pero mi compañera de cabello ámbar se levanta del suelo, me mira con rabia y me empuja, expulsándome de su territorio.

—No me toques. Necesito hacerlo, joder —brama, volviendo a erguirse sobre la taza del baño y metiéndose los dedos en la boca—. Si no... me volveré loca.

Suspiro y me giro hacia la pared, esperando a que termine. Y a que salga de ese círculo vicioso de la hambruna que nunca cesa, que no espera a nadie.

Entonces mi compañera de cuarto se acerca al lavabo de los servicios y se lava las manos y los brazos con agua, despidiéndose de los restos de comida y del miedo.

—Olvidas lo liberador que es hasta que vuelves a hacerlo, a purgarte. Tiras de la cisterna y todo desaparece. En ese momento, sabes que la taza del baño guardará tu secreto —susurra, hablando consigo misma—. ¿Podrás guardármelo tú, pequeña Mary Ana?

Oh, Mía. Solo espero que este secreto no te destruya más que el silencio de no poder decir nada.

En la oscuridad de la noche, la observo mientras se libera de sus pensamientos, sacudiendo la cabeza y luego me mira. El verde apagado y purgante de su mirada regresa lentamente a su estado original, al verde eucalipto, brillante y vivaz.

Diario de una enferma mental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora