Capítulo treinta y tres

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Cruzo el umbral del despacho del doctor Pearson y siento cómo el ambiente tenso y cargado podría cortarse con un cuchillo afilado.

Me coloco en la silla con el corazón encogido, tratando de fingir que no noto su incomodidad. Sé que quiere decirme algo, pero está buscando la forma de hacerlo sin dañarme. Ambos caminamos entre el silencio descalzos, dejando que las horas se claven en nuestros pies. Y que los años me castiguen la piel. Y el alma. Y la conciencia a él. Finalmente, Pearson decide hablar, y a mi se me acelera el pulso dolorosamente.

—Sabina, necesito que me escuches atentamente. La doctora Robin sospecha que estamos ocultando algo que no tiene nada que ver con la ética psiquiátrica, y hará todo lo posible hasta averiguar de qué se trata. Por ello, no puedo guardarte el secreto por mucho más tiempo.

Mi corazón late con fuerza. No puedo permitir que Robin descubra mi relación con Joy. Si eso sucede, todo se vendrá abajo.

—¿Qué significa eso? —pregunto, tratando de ocultar mi desesperación.

—Significa que a partir de ahora estás sola arriesgándote a que te pillen con Joy. No puedo seguir ayudándote a ocultar algo así.

Mi impotencia y miedo ebullen en mi cabeza. ¿Qué voy a hacer ahora?

—La doctora Robin también me ha pedido que le ceda tu caso.

—Por favor, no me cedas a Robin. Te lo suplico.

—Te importa mucho Joy por lo que veo. —murmura rascándose la coronilla—Dame algo de tiempo. Ya se me ocurrirá algo para alejar a Robin, pero entenderás que eso supone muchos sacrificios. —añade en tono juguetón

—¿Qué es lo que quieres? —murmuro, volteando los ojos

—¿Qué me dará a cambio, señorita Bowman? Acepto sugerencias.

—Oh, doctor Pearson ¿está buscando un soborno? ¿No era lo suficientemente rico ya?

Pearson suelta una carcajada que me envuelve suavemente.

—No, no necesito un soborno, pero podría haber algo más que me interese, señorita Bowman.

—¿Y qué podría interesarte, doctor? —pregunto con voz ronca

—Que te abras a mí más que nunca. Rara vez me he topado con un subconsciente tan dañado y fascinante como el tuyo, y por ello quiero tener la exclusividad para seguir indagando en él con profundidad.

—Muy pretencioso por su parte, doctor Pearson.

—Es lo que tiene el vínculo afectivo con los animales, ¿verdad? —Me guiña un ojo y yo niego con la cabeza, graciosa

"..."

Mi vecina Jane alarga el brazo y con algo de algodón mojado en agua oxigenada, me limpia los restos de sangre que tengo entre el pómulo y la sien. 

—Sab, sé que no debería meterme, pero... Creo que deberías dejar a Lucifer.

—¿Por qué crees que debería hacerlo?

—Te está destruyendo. Y no solo físicamente.

—Eso no es del todo cierto. Puede que me agreda, pero me quiere, Jane. Lo veo en su mirada todos los días. Me pega porque yo le incito a hacerlo.

—El hecho de que te pegue no hace que te quiera sino todo lo contrario. Quien te quiere nunca te hará daño. Por lo menos no intencionadamente.

Jane me roza la herida con la uña sin querer y yo ahogo un grito. Siento como mi mejilla está a punto de explotar. Al igual que mi paciencia, la misma que se exilia cuando me piden que me aleje de Lux.

—Ahora estamos bien, Jane. Pero como cualquier ser humano, Lux a veces tiene sus cortocircuitos o un mal día. O una mala noche. Aunque luego se le acaba pasando. 

"..."

—A veces me da vergüenza recordar lo mucho que lo justificaba. Incluso aunque lo quisiera como a nada en el mundo.

Lux lo era todo para mí. Y aunque se equivocó conmigo en muchas ocasiones, seguí amándole como yo creí saber. Amando el abuso. La confusión. La manipulación y los errores inquebrantables. No tenía ni la menor idea de que en realidad el hecho de amar te hace libre. Segura. Sin ataduras. Dejando siempre la puerta abierta. Arrastrando la llave de tu pasado. Y aun trayendo el corazón hecho pedazos.
El doctor Pearson se acomoda en su sillón y ajustando sus gafas de pasta con solemnidad me dice:

—Hablemos sobre la negación, un mecanismo de defensa psicológico que utilizamos para protegernos de situaciones dolorosas o traumáticas. En el caso de las relaciones abusivas, la negación es como un velo que cubre nuestros ojos, impidiéndonos ver la cruda realidad de que alguien a quien hemos amado profundamente está causándonos daño y privándonos de la vida misma.

Asiento lentamente, procesando sus palabras mientras mi mente se tambalea ante la idea de aceptar lo que he estado rechazando por tanto tiempo.

—Pero la negación no es solo un mecanismo de defensa, también puede ser peligrosa si nos impide reconocer y abordar el problema. Debemos aprender a quitarnos ese velo, a encarar la realidad y a enfrentar el problema de frente. En este caso, el problema es el abuso en nuestra relación.

Un par de golpecitos retumban en la puerta de madera y entonces el doctor Pearson desvía su mirada hacia el umbral. Reconozco inmediatamente la voz de la doctora Robin, y su ambición de interrumpir momentos importantes.

Giro la cabeza hacia ella y cuando la miro, ella me estudia momentáneamente como hacen todos los psiquiatras. Finalmente, le pide unos minutos a Pearson y él se excusa saliendo para hablar con ella y dejando la puerta entreabierta.

La voz de mi conciencia se acerca a mi oído y me susurra: "Rebusca en su escritorio. Puede que encontremos algo útil para salir de aquí".

Me levanto de mi silla con cuidado y me acerco a la mesa, repleta de papeles, notas, bolígrafos y certificados médicos. Un cajón debajo a la derecha parece estar abierto y, al tirar suavemente de él, encuentro una caja de cristal llena de llaves, todas de diferente tamaño y color, cada una etiquetada para indicar a qué cerradura pertenece. Si logro localizar la llave que abre la puerta trasera, tal vez pueda escapar de Hiraeth.

De repente, el doctor Pearson entra al despacho y yo me encojo. Diablos. No me gustaría meterme en algún lio.

Pearson me mira con el ceño fruncido y aproximándose a mí pregunta:

—¿Qué estabas haciendo?

Trato de pensar rápidamente y ralentizando el tono de mi voz murmuro:

—Quería abrir la ventana... necesito tomar aire.

El doctor Pearson pone su mano en mi brazo y me ayuda a sentarme en la silla.

—Tranquila, te la abro. —dice mientras se dirige al ventanal detrás de su escritorio. Lo abre y luego regresa a su sillón de cuero, se ajusta las gafas y me mira fijamente.

—Eso me recuerda a los ejercicios de respiración. ¿Quieres que hagamos algunos? —pregunta con delicadeza y yo asiento. Sigo sus instrucciones y me dejo llevar, alejándome a otro mundo, uno donde el mar recorre kilómetros en busca de paz. Uno en el que estamos solos él y yo. Y tal vez los ojos azules de Joy.


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xoxo

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Diario de una enferma mental ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora