En el primer día de kínder, mi mamá había decidido llevarme a la escuela; los dos estábamos tan nerviosos que ella quería estar ahí hasta el momento en el que entrara a la clase. Me tomé un poco más de lo esperado para arreglarme debido a mi brazo que no había terminado de sanar. El yeso se extendía varios centímetros por encima de mi codo, lo cual significaba que, al bañarme, tenía que cubrir mi brazo entero con una bolsa de látex diseñada especialmente. La bolsa había sido creada para ser compacta y sellar su abertura, repeliendo el agua que de otra forma destruiría el yeso. Me había vuelto bastante hábil para ajustar la bolsa por mi propia cuenta. Sin embargo, esa mañana —quizá por mi emoción o nerviosismo—, no había jalado el tirante con la suficiente firmeza, y a la mitad del baño pude sentir al agua acumulándose dentro de la bolsa y alrededor de mis dedos. Salté hacia afuera y rompí el escudo de látex, pero podía sentir que la masa anteriormente rígida se había suavizado después de absorber el agua.
No existe ninguna forma de limpiar efectivamente el área entre tu cuerpo y el yeso; la piel muerta que, normalmente se hubiera caído, solo se queda ahí. Cuando se humedece, emite un hedor, y este hedor aparentemente es proporcional a la cantidad de humedad introducida, ya que poco después de que traté de secarme, fui agredido por la poderosa esencia de podrido. Conforme seguí frotando el yeso agitadamente con la toalla, empezó a desintegrarse.
Me estaba sintiendo cada vez más estresado. Había asignado tanto esfuerzo como un niño era capaz hacerlo a su primer día de escuela. Me había sentado con mi mamá escogiendo mi ropa la noche anterior; había invertido mucho tiempo seleccionando mi mochila; y había albergado la anticipación excesiva de mostrarle a todos mi lonchera que tenía a las Tortugas Ninja en ella. Había caído en el hábito de mi mamá de referirme a estos niños, que aún no había conocido, como mis «amigos», pero a medida que la condición del yeso empeoraba, me sentí profundamente triste ante el pensamiento de que no podría aplicar esa etiqueta con nadie para cuando el día finalizara.
Derrotado, se lo enseñé a mi mamá.
Nos tomó treinta minutos sacar la mayoría de la humedad. Para solucionar el problema del olor, mi mamá cortó capas de jabón y las metió por debajo del yeso para enmascarar el olor rancio con uno más agradable.
Una vez que llegamos a la escuela, mis compañeros de clase ya habían iniciado su segunda actividad, y yo fui delegado a uno de los equipos. No se me aclaró cuáles eran las instrucciones de la actividad, y dentro de cinco minutos ya había violado las reglas tan irreparablemente, que los demás miembros del equipo se quejaron con la maestra y la cuestionaron sobre por qué tenía que estar con ellos.
Había traído un marcador a la escuela con la esperanza de que pudiera recolectar algunas firmas o dibujos para mi yeso, y súbitamente me sentía torpe por tener el marcador en mi bolsillo.
A los preescolares se nos reservaba la cafetería para almorzar, pero algunas de las mesas no estaban disponibles, de modo que nadie se tuviera que sentar solo. Estaba rasguñándome tímidamente bajo los extremos quebradizos de mi yeso cuando un niño se sentó frente a mí.
—Me gusta tu lonchera —comentó.
Podía notar que se estaba burlando de mí, y me torné muy enojado. En mi mente, mi lonchera era la última cosa buena de mi día. No alcé la vista de mi brazo, y sentí un ardor en mis ojos por las lágrimas que estaba reprimiendo. Lo miré solo para decirle que me dejara en paz, pero antes de que pudiera expulsar las palabras, algo me detuvo.
Teníamos la misma lonchera.
Me reí:
—¡A mí también me gusta tu lonchera!
—Pienso que Miguelangelo es el más genial —me dijo imitando movimientos de nunchaku.
Estaba a la mitad de mi argumento de que Rafael era mi favorito, cuando botó su cartón de leche abierto desde la mesa y sobre su regazo.