Caminaban fatigosamente por el bosque. Henry Shears, un contador gordinflón perdiendo su cabello y ataviado en un traje gris arrugado; y Dylan, quien imponía un rifle en la espalda de su acompañante.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Shears.
—Dinero —respondió Dylan.
—¿Este es tu trabajo?
—En ocasiones.
—No tienes que hacer esto —argumentó Shears; su voz se quebró.
—Lo sé —respondió Dylan—. Quiero el dinero.
—Solo déjame ir. Te pagaré lo que quieras.
—No funcionaría —intervino él—. Fastidiaría a quien me pagó. Quizá me mate. Aun si no lo hace, la próxima vez que ocupe dinero, ten por seguro que no me contrataría.
—¿Quién es? —preguntó Shears.
—Alguien que conozco.
—¿Por qué me quiere muerto?
—Porque otro tipo le pagó para que fuera así. O alguna chica. No sé. No importa.
La frondosidad del bosque se hacía más espesa, la luz se atenuaba. Conforme proseguían, el ritmo de Shears se ralentizó. El de Dylan también.
—¡Tengo esposa! —soltó Shears—. ¡Dos niños! Mi mamá tiene Alzheimer... Me necesitan...
—Ya sé de la esposa e hijos —aclaró Dylan—. No de tu mamá. Una lástima, su enfermedad, pero no cambia nada.
—¿Qué te hará cambiar de parecer? —suplicó Shears—. ¡Jesucristo, por favor! ¡Lo que sea que quieras!
—La decisión está tomada. No has muerto porque no te quiero arrastrar hasta la tumba que cavé.
—¡Por favor!
Dylan suspiró.
—Mira, todos creen que voy a cambiar de parecer o equivocarme. Que alguien los salvará, como en alguna película. No será así. Ya hice esto antes. A la perfección, siempre. Estas películas no tienen giros: solo finales.
—¡Eres un pedazo de mierda!
—Lo sé.
—¡Espero que Dios te condene! —exclamó Shears, y luego retuvo su posición. Habían llegado al agujero. La tierra excavada se apilaba a un lado.
—Nos condenó a todos —reiteró Dylan—. De rodillas —le indicó. Shears se volteó para encararlo.
—Vete. A la mierda.
Dylan sonrió cálidamente y asintió. Luego apuntó su rifle. Shears se encogió, presionó sus ojos llorosos y dejó salir un alarido cuando la melodía de Misión Imposible empezó a resonar desde el bolsillo de Dylan. Él sacó su teléfono.
—¿Sí? —contestó—. No... Claro que estoy seguro... Bien, entonces —Dylan colgó la llamada—. Pues, se me ha condenado después de todo.
—¡¿Qué?! —gritó Shears.
—Es tu día de suerte. Un tipo o alguna chica ya no sigue queriendo que te mueras.
—¿Me... dejarás ir?
—No del todo. Primero te pondrás de cara al suelo y contarás hasta mil mientras me voy. Luego te puedes ir. ¿Está claro?
—¡Sí! —expelió Shears, animoso—. ¡Gracias!
—No dejes que te descubra viéndome ir.
Shears se acostó sobre la tierra con las lágrimas cayendo por sus mejillas.
—Uno... dos... tres... cuatro... cinco...
Comenzó a notar las pisadas de Dylan desvaneciéndose.
—Nueve... diez... once... doce...
Un disparo atronó. Dylan apreció la escena a varios metros de distancia, para luego acercarse a la tumba. El cuerpo de Shears se había impulsado convenientemente hacia adentro; la mayor parte de su cabeza también.
—Disculpa el engaño —comentó Dylan, agarrando la pala—. No quería que lo vieras venir.