No fue hasta que recordé «Globos» y hablé con mi madre, que me di cuenta de cuán interconectada está la siguiente historia con todo lo demás, pero originalmente no tenía planeado compartirla. Lo que viene es una remembranza tan exacta como pude lograr.
Pasé el verano previo a mi primer año en preescolar aprendiendo a escalar árboles. Hubo un árbol de pino en particular, justo afuera de mi casa, que casi parecía haber sido diseñado para mí. Tenía ramas tan bajas que podía agarrarlas fácilmente sin un empujón, y durante los primeros dos días después de que aprendí a escalarlo, me sentaba en la rama más baja meciendo mis pies. El árbol se encontraba afuera de nuestra valla trasera y podía ser vista desde la ventana de la cocina que estaba encima del fregadero. Dentro de poco, mi mamá y yo creamos una rutina en la que yo iba a jugar en el árbol mientras ella lavaba los platos.
A medida que el verano transcurrió, mis habilidades aumentaron y, de un momento a otro, estaba escalando bastante alto. En tanto el árbol crecía, sus ramas no solo se hacían más delgadas, sino que se extendían a lo ancho, así que eventualmente llegó un punto en el que ya no podía escalar más alto y el juego tuvo que cambiar. Empecé a concentrarme en velocidad, y para el final podía alcanzar mi rama más alta en veinticinco segundos. Mi seguridad creció. Una tarde, traté de pararme en una rama antes de que hubiera agarrado firmemente la nueva. Caí desde más de cinco metros y me quebré mi brazo en dos partes. Mi mamá estaba corriendo hacia mí, gritando, y recuerdo que ella sonaba como si estuviera por debajo del agua. No puedo precisar qué fue lo que dijo, pero recuerdo haber estado absorto por lo blanco que mi hueso era.
Iba a comenzar el kínder con un yeso y ni siquiera tendría amigos que lo firmaran. Mi mamá se debió de haber sentido terrible porque, un día antes de que comenzaran mis clases, me había traído un gatito. Era solo un bebé y tenía rayas blancas y cafés. Tan pronto como lo puso en el suelo, se arrastró hacia una lata de soda vacía. Lo nombré Cajas.
Cajas solo era un gato de exteriores cuando se escapaba. Mi mamá le había quitado las garras para que no pudiera destruir los muebles, así que hicimos nuestro mejor esfuerzo por mantenerlo adentro. Se escapaba de vez en cuando, y lo encontrábamos en algún lado del patio persiguiendo un tipo de insecto o lagarto, aunque difícilmente podía atrapar alguno dado que no tenía sus garras delanteras. A pesar de que era bastante evasivo, siempre lo agarrábamos y lo llevábamos adentro. Se revolvía para ver por encima de mi hombro; yo le decía a mi mamá que hacía eso porque estaba planeando su estrategia para la próxima vez. Una vez adentro, le dábamos algo de atún, y él llegó a aprender lo que el sonido del abrelatas podría señalizar —venía corriendo siempre que lo escuchaba—.
Este condicionamiento se hizo útil más adelante. Para el final de nuestro tiempo en esa casa, Cajas se salía con mucha más frecuencia y corría debajo de la casa a un subsuelo al que ninguno de los dos queríamos seguirlo, puesto que era estrecho y probablemente estaba infestado de insectos y roedores. Ingeniosamente, mi mamá pensó en enganchar el abrelatas a un cable conector y lo deslizaba por el agujero al que Cajas se había metido. Después de un tiempo, emergía con sus maullidos ruidosos rastreando el sonido, y luego estaba horrorizado por cómo le habíamos jugado una trampa cruel —un abrelatas sin atún no tenía sentido para Cajas—.
La última vez que escapó debajo de la casa, fue de hecho nuestro último día en ella. Mi mamá había puesto la casa en el mercado y habíamos comenzado a empacar nuestras cosas. No teníamos mucho, y habíamos alargado el empaquetado por un tiempo, aunque yo ya había guardado toda mi ropa a petición de mi mamá —ella se daba cuenta de que yo estaba realmente triste por tener que mudarnos, y quería que la transición fuera de lo más fluida para mí, y supongo que tener mi ropa en cajas iba a reforzar la idea de que nos estábamos mudando—.