¿Mi imaginación...?

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Esto pasó cuando era un niño. Vivíamos en una casa más pequeña en ese entonces, y compartía mi cuarto con mi hermana mayor. Teníamos una cama-litera, y yo dormía en la cama inferior. O, al menos, lo intenté. Por ninguna razón válida, parecía estar aterrado de dormir ahí.

Mis padres se cansaron de que me arrastrara para dormir con ellos noche tras noche, así que sugirieron que durmiese al lado de mi hermana en la cama superior. A mi hermana no le encantó la idea, pero accedió al final con la condición de que durmiera de tal manera que mi cabeza estuviese al nivel de su pecho y no frente a su rostro, dado que una vez le di un puñetazo mientras dormía y la hice sangrar de la nariz.

Yo, por supuesto, acepté sus términos, pues me sacó de la litera inferior. Dormía a su lado y todo parecía andar bien. Ya no tenía pesadillas y me sentía más seguro al estar junto a mi hermana.

Una noche, sin embargo, no pude dormir. Mi hermana sonreía a gusto en tanto soñaba. Yo escuchaba el latido de su corazón y veía su pecho inflarse con cada inhalación. Prestando atención a los sonidos apagados de la noche, noté algo oscuro moviéndose en el rabillo del ojo. Naturalmente, me volteé para ver qué era, pero lo único que vi fue el borde de madera de la cama. No le di mayor importancia y me giré hacia mi hermana.

Poco después, vi el movimiento una vez más. Me volteé rápidamente, pero, de nuevo, no había nada. Me asusté y me pegué a mi hermana. Cerré mis ojos, tensándolos, y esperé hasta que el sueño me sobrecogió.

La mañana siguiente, desperté sin mi hermana a mi lado. Di un pequeño vistazo por el borde de la cama antes de bajar por los escalones. Caminé hacia la sala de estar y me encontré a mi hermana mirando televisión. No mencioné que había visto algo moverse por la cama, pensando que se reiría de mí.

El día aconteció como cualquier otro. Pero mientras más tarde se hacía, más nervioso estaba. Traté de atrasar el momento de ir a la cama, pero mi madre me dio la orden al final. Me lavé los dientes y me fui a acostar. Nuestros padres vinieron y nos dieron un beso de buenas noches.

Mi hermana se había quedado dormida rápido. Me agarré de mi sábana y deseé que el movimiento hubiera sido obra de mi imaginación, pero ahí estaba de nuevo. Aunque le tenía miedo, quería saber lo que era. Me giré con cautela, pero cuando lo vi directamente, desapareció. Dejé de mirarlo, y, como supuse, regresó. Me dispuse a observarlo de nuevo, esta vez más despacio y con el cuidado de no verlo de lleno.

Funcionó. Vi lo que era: una mano. Una mano huesuda de color verde y con tonalidades cafés. Se asomó con sus largas uñas negras por un costado de la cama. Para entonces, estaba aterrorizado. Me volteé más plenamente de forma automática, solo para que la mano se retirara de súbito. Pese a lo atemorizado que estaba, me arrastré por el lado de mi hermana para asomarme por el borde y descubrir a quién le pertenecía la mano.

Nada. Nada más que el suelo desnudo y la litera inferior.

Me recosté, desvié la mirada y la mano se levantó por el costado una vez más. No debía verla, pero cuando se posó en el espacio abierto de la cama y se apoyó en la misma, no lo pude resistir más y me giré, causando que se retirara. Me quedé observando el punto por el que siempre se levantaba y no lo volvió a hacer.

Ahora más cansado, caí dormido dentro de poco.

Cada noche fue igual. Veía la mano, pero nunca a quien pertenecía. Dejé de verla cuando nos mudamos a mi casa actual —y mi hermana y yo tuvimos habitaciones separadas—.

Justifiqué la mano como un producto de mi imaginación, alimentado por mi miedo a la oscuridad. Por esa razón nunca llegué a mencionarla.

Fue hace unos años, mientras hablaba con mi hermana de nuestros antiguos vecinos (una dulce pareja de ancianos), que comenzamos a pensar en todo tipo de cosas que recordábamos de aquella casa. Por primera vez, le conté sobre esa enfermiza mano verde que le había ocultado. Ella me vio extrañada, y me dijo: «Yo también solía verla».

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