La pelota zumbó a toda velocidad antes de ser impactada y volar por el aire hasta perderse. Había sido un jonrón maravilloso.
—¡La pelota vuela! ¡Vuela! ¡Vuela! Y se va... ¡Se va! ¡Se fue! Maravilloso... ¡Espectacular! —gritaba eufórico el comentarista que observaba todo desde la cabina, y que ahora estaba de pie saltando de emoción.
Ethan corrió por las tres bases a toda prisa, alzando los brazos al cielo. Los chicos del equipo contrario se mantenían con la cabeza baja. Estaban decepcionados, habían perdido la gran final. Después de tantos entrenamientos bajo el sol, después de haber sudado la gota gorda y después de haber viajado cientos de kilómetros para disputar el partido. Ahora se iban a casa con las manos vacías.
—¡Lo han logrado! ¡Pero santo cielo, me pongo de pie! ¡Ethan! ¡Ethan acaba de regalarle la victoria a su equipo! ¡Y ahora se coronan como los nuevos campeones de la ciudad!
Las gradas se encendieron, todos los padres aplaudían y gritaban. Y los chicos se encaminaron a felicitar a su nuevo héroe, aquel que mandó la pelota afuera del campo cuando todo parecía perdido. En medio de los aplausos, Ethan se dirigió a las gradas, corrió por las escaleras y se encontró con su padre, al cual recibió con un gran abrazo.
—Estoy tan orgulloso, hijo —dijo el padre a punto de llorar—. Oh, Ethan... Estoy... estoy tan...
Despertó. Despertó con la respiración agitada y con la frente bañada en sudor. Miró hacia la ventana y se dio cuenta de que todavía era de noche. Encendió la luz y miró su reloj; eran las dos con treinta y cinco minutos. La cabeza le dolía y se sentía totalmente desorientado. Salió de la habitación, tambaleándose.
Abrió la puerta con mucha delicadeza y entró a la habitación tratando de no hacer ningún ruido, con los pies descalzos y aguantando la respiración. Cuando cerró la puerta detrás de sí, todo quedó en total oscuridad. Pero, cuando retiró las cortinas y abrió la ventana, el cuarto se iluminó un poco. La luna era grande y redonda allá afuera, brillaba como nunca, acompañada de miles de estrellas. Ahora podía ver a su hijo, acostado en su cama, con la boca abierta y sus manos juntas detrás de la oreja. Se podía apreciar su respiración. Y el padre lo observó durante un largo tiempo, tratando de adivinar qué es lo que estaba soñando.
Transcurrió al menos una hora en la que el padre se limitó a mirarlo desde el centro de la habitación. El cuerpo le pesaba cada vez más, así que decidió tomar asiento. Pero al sentarse en la silla de su hijo, esta no soportó el peso y se rompió, haciéndolo caer bruscamente, creando un gran alboroto. El niño se despertó, se removió las cobijas y se sentó sobre su cama.
—¿Papá? ¿Eres tú? —dijo el niño, un poco nervioso.
El padre se puso de pie a toda prisa.
—¿Papá?
Su hijo se levantó y, tanteando en el aire con los brazos, empezó a caminar. Rozaba la pared con sus dedos, guiándose por la habitación.
—¿Papá, estas ahí?
Levantó la silla rota y retrocedió con pasos lentos. Se dirigió a un rincón, fuera del alcance de las manos de su hijo. El niño continuaba caminando, poco a poco, tanteando el suelo con su pie, y siempre que sentía algo lo removía con una patada. Chocó contra el escritorio y casi tropieza con unos juguetes que estaban sobre la alfombra. El padre miraba todo aquello con los ojos llorosos y con la mano sobre la boca, ahogando el llanto. El pecho lo perforaba y la culpa lo inundaba. Su hijo estaba casi frente a él, y estuvo a punto de tocarlo, pero dobló hacia la derecha y siguió caminando por la habitación.
—Bueno, supongo que no hay nadie aquí —dijo en voz baja, hablándose a sí mismo—. Solo debió ser el viento.
Se dirigió de nuevo a su cama y se acostó. El padre se limpió las lágrimas con el antebrazo, esperó a que el niño ganara sueño, y se marchó. Bajó las escaleras jadeando; el pecho le dolía cada vez más, era un dolor insoportable. Tomó una botella de wiski de la alacena, la destapó rápidamente y le dio un trago que pareció eterno. Bajó al sótano, encendió la luz y pudo escuchar cómo las ratas chillaban y corrían para esconderse.