Mi padre era un hombre duro. Decir que nos aterrorizó a mi madre y a mí es un eufemismo. No era un alcohólico, solo era un hombre enojado y odioso. Estaba en su sangre, en su naturaleza; apenas tomaba una pequeña infracción para que perdiera el control, gritando y arrojando cosas. Me golpeaba, golpeaba a mi madre, completamente perdido en su locura. Lucía cierta mirada en sus ojos —un estallido de fuego oscuro— cuando actuaba de esta manera. Llegué a conocer esa mirada demasiado bien, al igual que mi madre. Nos decía que no éramos nada, nos menospreciaba, nos humillaba, nos hacía sentir como que en verdad éramos nada.
Cuando era niña, no estaba consciente de muchas cosas. Siempre recordaba tener miedo constantemente. Siempre que él llegaba del trabajo, hacía mi mejor esfuerzo para tornarme invisible hasta la hora de dormir. Cuando me las ingeniaba para estar fuera de su radar, él tendía a dirigir su ira hacia mi madre. Mi madre era una mujer bastante grande, algo que mi padre le recordaba constantemente. Cuando la cena no estaba hecha o cuando la casa no estaba lo suficientemente limpia para sus estándares, él la reprendía. Se refería ella como una vaca gorda y floja, una buena para nada, una cerda trágicamente patética. La golpeaba haciendo sonidos de animales de granja. Era terrible, pero era lo único que yo conocía.
Como dije, mi madre era una mujer grande, pero era un alma tímida. Hablaba en tonos susurrantes, probablemente por los años de abuso, y nunca levantaba su vista del suelo. Estaba avergonzada de su peso, pero la comida era uno de los pocos consuelos que encontraba. A veces, por la mañana, escuchaba desde mi habitación a mi padre gritándole antes de irse a trabajar. Yo salía a la cocina y ella estaba sentada en la mesa del comedor con medio litro de helado, llorando y comiendo. La mayoría del tiempo, ella estaba amoratada; un recordatorio de mi padre de que él siempre estaba al mando.
No sé por qué ella no lo abandonó. No sé por qué nadie tomó la iniciativa y nos ayudó. Me sentía como una prisionera en mi propia vida. Sentía como que algo estaba mal conmigo. No entendía por qué mi padre se enojaba tanto.
Recuerdo que, en mi séptimo cumpleaños, mi madre me compró un animal de peluche. Bueno, en realidad no era un animal, era un fantasma de felpa. Era más o menos del tamaño de dos puños y de color negro. Tenía dos grandes ojos azules y la tela estaba conformada de manera que el fantasma tuviera una cola pequeña en forma de una lágrima retorcida. Se veía como un fantasma de caricatura, pero coloreado con esa extraña tonalidad oscura.
Amaba esa cosa. Lo llamé Spooky y se convirtió en mi mejor amigo. Spooky me escuchaba, se acostaba conmigo, me permitía llorar en él si era necesario. Llevaba a Spooky a todos lados abrazando su cuerpecito blando con mis brazos.
Él era mi consuelo contra el ataque violento de la ira de mi padre. Incluso si mi padre me golpeaba, encontraba consuelo sabiendo que Spooky estaría ahí después de eso. Fue mi red de seguridad constante durante una temporada de mi vida bastante confusa. A mi madre nunca le gustaba hablar acerca mi padre, siempre hacía a un lado el tema si yo lo mencionaba, diciéndome que «por favor me comportara de la mejor manera posible». Pero Spooky sí me escuchaba, me ayudaba a encontrarle sentido a la violencia y al enojo. Sus grandes ojos azules me llenaban con amabilidad y compasión, y siempre me ofrecía un abrazo cálido cuando estaba llena de tristeza.
Las líneas de la realidad comenzaron a mezclarse en mi mente conforme pasaba más tiempo hablando con Spooky. Dependía de su presencia constante hasta un grado que era preocupante. Durante el tiempo en el que mi padre estaba desempleado y su temperamento estaba fuera de control, me quedaba hecha una bola en mi cama, llorando, escuchando a mi madre tratando de calmar a mi padre.
Fue aquí cuando comencé a rezarle a Spooky.
Le rogué que me rescatara de la pesadilla en la que vivía. Le recé que me salvara. Cada noche, lo enderezaba sobre mi almohada, con su suave cuerpo oscuro haciendo contraste con las sábanas blancas, y le susurraba mis peticiones desesperadas.