Todos conocían a Cassie. Era una chica amistosa, sin duda, pero creo que el vecindario la conocía porque ella nos conocía. Ella era la única razón por la que nuestro bloque se sentía como una familia.
«La chica es clarividente», declaró Alletta Johnson desde la ventana de su hogar.
Yo nunca había creído en tal cosa, pero admitiré que Cassie tenía una habilidad. Para ella, Alletta Johnson era «Doña Abuela», mientras que la chica que conducía el camión de helados era «Doña Doctora de Perros». Nuestro cartero era «Don Pintor». Cassie jugaba rayuela y saltaba la cuerda con niños que había apodado «Cantante», «Profesora» y «Bombero».
Una vez le pregunté acerca de los seudónimos, y por lo que pude entender, provenían de la manera en la que ella veía a las personas: como potencial. No veía nuestros futuros, técnicamente; solo nos veía en nuestra forma más ideal.
«Todos brillan, Don Escritor —me había dicho—. Todos son buenos».
Nunca le había contado a nadie que quería escribir. Era un sueño secreto, no uno que me hubiera permitido tomar en serio. Pero, de alguna forma, ella lo vio en mí. Era así como nos veía a todos.
Una tarde, estaba reflexionando en los escalones de mi entrada cuando la vi pasar a brincos por la acera con un sujeto a su lado. Obviamente lo había cautivado, como a todos los demás. Sonreímos y, en tanto pasaron, le pregunté: «¿Quién es tu amigo, Cassie?».
Ella hizo una pausa, ladeando su cabeza en señal de confusión, antes de exclamar: «¡Ah! ¡Estás siendo literario, Don Escritor!».
Debí haber prestado más atención a medida que rio y se dirigió calle abajo con una pirueta, seguida por el extraño. Debí haberme dado cuenta.
Cassie siempre veía lo bueno de las personas.
Cassie solo podía ver lo bueno de las personas.
Pero no todos son buenos.