He estado esperando por mucho tiempo para sacarme algo del pecho. La única persona que sabe la historia completa es mi esposa, y no se enteró hasta que nos comprometimos. No tenía a nadie con quien hablar sobre esto, porque cualquiera que lo supiera pensaría mal de mí. Han pasado quince años desde que estos eventos acontecieron, y al fin me siento lo suficientemente seguro como para hablar de ello de forma anónima.
La pasé muy mal en el colegio. Los eventos traumáticos de mi infancia en combinación con ajustes hormonales no me hicieron el chico más tranquilo. Me considero apuesto en la actualidad, pero en ese entonces medía ciento sesenta centímetros, era más pálido que lino fresco y delgado hasta los huesos. Mis pasatiempos estaban confinados a mi hogar y eran de naturaleza solitaria, y se me hacía difícil hacer amigos. Era el lobo solitario del que todos te advierten.
El único amigo que tenía era mi profesor de escritura creativa, don Artis. Era un hombre adulto, pero creo que vio algo de sí mismo en mí. Me dejaba esconderme en su oficina para evadir a los deportistas que me hostigaban a diario. Hablábamos sobre escritura y de lo que estábamos leyendo, pero la mayor parte del tiempo solo platicábamos de la vida.
Me había disuadido algunas veces. Yo estaba severamente deprimido, incluso suicida. Nunca ejecuté mis planes porque él siempre estaba disponible para mí. Conversamos de cosas que pensé que nadie más iba a entender. Él comprendía mi ira como nadie más lo hacía. Odiaba a los estudiantes que me maltrataban, odiaba a las chicas que se reían por lo bajo cuando me veían pasar, odiaba a los profesores que hacían la vista gorda y los profesores que lo alentaban, como mi profesor de Educación Física.
Creo que de no haber sido por don Artis, no estaría aquí para contarles mi historia. Si no lo hubiese tenido a él para hablar, el autodesprecio, enojo y asco hubiesen burbujeado mucho antes.
Durante mi décimo grado, don Artis se enfermó. No nos dijeron qué era lo que tenía, pero faltó a clases casi un mes. No tener a nadie con quien hablar me afectó mucho. No me permitían estar en su oficina solo, así que perdí mi escondite. Que estuviese más tiempo afuera significaba que era un blanco más fácil. Los imbéciles que me atormentaban día tras día intensificaron sus abusos.
Casi todos los días eran una tortura. Habían pasado de solo burlarse de mí a herirme físicamente. Una vez me dieron un puñetazo en la nariz. Otro día, forzaron mis manos en la puerta de mi casillero y la cerraron con fuerza.
Encima de todo lo que pasaba en la escuela, mi mamá y mi papá habían estado discutiendo por un tiempo. La semana de este evento, mi mamá se fue. Ninguno de mis padres me entendía, pero mi mamá no lo intentó. Que me haya dejado solo con mi padre es algo por lo que no la he perdonado, quince años después.
Sé que lo que hice fue estúpido. Sé que fue la solución más drástica para algo que iba a cambiar con el paso del tiempo. Pero en ese entonces no lo veía de esta manera. Mi papá mantenía un arma en el garaje. Estaba cargada y la reservaba para situaciones de emergencia.
El lunes, me llevé la pistola a mi cuarto. Mi papá no se dio cuenta de que no estaba porque el cajón en donde la mantenía no tenía ningún otro uso. Posé con ella en el espejo, practicando mi mirada gélida. Sabía de inmediato lo que quería hacer, aunque el pensamiento de usarla para volarme la tapa de la cabeza también cruzó mi mente. Pero no quería irme de esa manera, quería dejar una impresión perdurable.
Conté las balas en la pistola diecisiete veces; solo tenía tres. No sabía en dónde podía encontrar más municiones, así que me mentalicé a hacer que cada disparo importara. Una bala era para John Carter, el hijo de puta que me llenó el casillero con globos de orina. La segunda bala era para Mike Wallace, quien se hizo pasar por una chica de nuestra clase durante semanas y luego me dejó plantado cuando “la” invité a salir. La última bala sería para mí. No quería ir a la cárcel, y estaba malditamente seguro de que no quería seguir viviendo.