«No todos los hombres son violadores», gruñía papá mientras bajaba por los perfiles de Facebook de sus amigos y leía los artículos que habían publicado acerca de ataques sexuales.
«No todos los hombres son abusivos», murmuraba papá mientras realizaba una investigación para invalidar las estadísticas de violencia doméstica que lo molestaban tanto.
«No todos los hombres son como yo», pronunciaba para mí mismo mientras papá tiraba a mamá al otro lado de la habitación por haber tenido la osadía de contradecir algo que él había dicho.
Después de haberla herido una noche, llegó a mi habitación algunas horas después. «Eres un niño dulce —me había dicho—. Sé que nunca herirías a una mujer, sin importar cuánto se lo merezca. No todos los hombres son como yo. Tú no tienes un mal temperamento».
Pero si tenía un mal temperamento. Y estaba furioso.
Años más tarde, me fui a la universidad como un joven enojado y confundido.
Partí siendo un buen estudiante, pero las cosas empezaron a declinar a medida que las noticias de mi hogar se filtraban por mi correo electrónico. «Mamá tuvo que recibir suturas», me escribió mi hermana un día. «¡Voy saliendo hacia el dentista para rellenarme un diente!», me había escrito mamá una vez, dejando por fuera todo el contexto acerca del porqué. Ya lo sabía.
Comencé a beber. Mis calificaciones menguaron. La depresión se perpetuó, y mientras mi ira permanecía internalizada, sabía que las cosas estaban empeorando. Resentía a las mujeres que rechazaban mis avances. Decía cosas de ellas detrás de sus espaldas —cosas terribles e imperdonables—. Mi tristeza y aislamiento se agravaron. Busqué pornografía misógina y violenta. Me odiaba por disfrutarlo tanto como lo hacía. No podía evitarlo, pero me preguntaba si era eso lo que excitaba tanto a mi padre.
Al final del semestre, ansiaba la Navidad. Tenía la esperanza de que las vacaciones de los estudios me ayudarían a aliviar la tensión que sentía. Quería estar en casa con mi familia. Sabía que estaría volviendo a la fuente de todos mis problemas, pero no me importaba. La familiaridad era preferible a estar solo.
Resultó que las cosas solo habían empeorado. Sin mí ahí, papá estaba fuera de control. De alguna forma, mi presencia había sido una especie de mediador sin que lo supiera. En cierto sentido, él no quería decepcionarme —siendo su único varón— al actuar como verdaderamente había querido actuar cuando yo estaba viviendo en casa.
Ya no había frenos en ese vehículo. Papá bebía más que nunca. Se encolerizada más que nunca. Y parecía que era su segunda naturaleza el empujar a mi madre o a mi hermana fuera de su camino con poco cuidado de la fuerza que utilizaba o en dónde terminaban cayendo en consecuencia.
Durante la cena de Navidad, estábamos reunidos alrededor de la mesa. La familia parecía estar en un humor decente después de un día entero en el que papá mostró sus mejores modales. Estaban usando esa oportunidad para disfrutar el día. Se estaban riendo y bromeando y celebrando. Pero yo no podía. Me sentía sobrecogido por el estrés. Estrés de la escuela. Estrés de la soledad. Estrés por mi familia. Por primera vez en mi vida, me sentía como si estuviera perdiendo el control.
Hice mi mejor esfuerzo para aparentar la fachada de buenos ánimos. Sonreí y aparenté a lo largo de la cena y en la mayor parte del postre. Luego mi hermana dijo algo de lo cual no me pude reír. Algo que se me quedó grabado.
«Escuché que tu ex, Kayla, ahora está con Kevin Davis. Eso sí que es una mejora, ¿no?».
Ella, y los demás, se rieron.
En cualquier otra situación, yo también me habría reído. Kevin Davis era precioso. No tenía ningún sentimiento residual con respecto a Kayla, y debí haber estado feliz de que ella se consiguiera a un sujeto tan apuesto. Pero todos mis sentimientos de rechazo de los meses pasados burbujearon a la superficie. Empecé a respirar agitadamente. La habitación dio vueltas. Años de estrés constante y enojo y miedo se condensaron en una onda, y todo se tornó blanco.
Segundos después, cuando mi visión regresó, mi madre estaba gritando. Mi papá se había retirado de la mesa y estaba observándome con miedo y desconcierto. Miré a mi hermana. Los restos de mi hermana. Su cabeza había sido cortada por la mitad. La materia gris se derramaba en la mesa y se mezclaba con su plato de galletas navideñas.
Mamá estaba histérica y se había apresurado a un costado de mi hermana. Estaba tratando, sin éxito, de empujar el cerebro de vuelta en el cráneo de su hija.
Me sentía vacío. Confundido. Todo el asunto era tan surrealista, que una parte de mí pensó que era una pesadilla. Pero luego sentí que mi padre empezó a hablar. La realidad me penetró con una sacudida enfermiza.
«Tienes un don, Frank», me dijo. Habló lentamente. Metódicamente. Me di cuenta de que estaba aterrado. Nunca lo había visto así. «No sabía que lo tenías —continuó—. Yo no lo tengo. Pero tu bisabuelo lo tuvo —hizo una pausa—. No todos los hombres pueden hacer eso —susurró papá—. No todos los hombres son como tú».
«No todos los hombres». Las palabras se arremolinaban en mi cabeza y recordé todas las veces que él había pronunciado esas palabras. Me sentí mareado. Me enfoqué en la memoria de él sentado a un lado de mi cama, con los nudillos amoratados por haber golpeado a mi madre, y diciendo que no todos los hombres eran tan horribles como él lo era. Y, a pesar de eso, aquí me encontraba. Aun peor que él.
Cerré los ojos y todo se tornó blanco de nuevo. Sentí un rocío cálido golpeando mi rostro. En la distancia, hubo otro chillido de mi madre.
Abrí los ojos. Mi padre había desaparecido. La habitación entera goteaba su sangre. Había entrañas humeantes adheridas al techo, y, pieza por pieza, caían encima de la mesa y de la alfombra empapada.
Mamá estaba arrinconada en una esquina, sollozando. Me levanté de la mesa y ella se encogió todavía más, murmurando «que me alejara de ella» una y otra y otra vez entre alientos desiguales.
Estudié la masacre. Luego me fui sin mirar atrás. No he vuelto a casa desde entonces. Todo el día, cada día, escucho la voz de mi padre haciendo eco en mi mente. «No todos los hombres son así», y «No todos los hombres son como tú». Le había creído. Ahora, sin importar adónde vaya, no puedo evitar meditar sobre ello cada vez que veo los rostros de los hombres.