Era tarde, justo alrededor de las ocho de la noche. En noviembre, esto significaba que las sombras de la noche ya estaban deglutiendo al mundo. Pero no hacía frío afuera. El viento era gentil y acarreaba el olor del follaje gracias a los varios jardines que tapizaban el terreno del campus.
Paseé por las aceras mientras admiraba el clima. Amaba la noche, en especial cuando las estrellas habían salido. Desafortunadamente, no podían ser vistas desde aquí incluso en la más clara de las noches, dado que la universidad estaba ubicada afuera de la ciudad.
Una ardilla amistosa se cruzó en mi camino súbitamente, acercándose a solo centímetros de mis pies antes de alzar su mirada hacia mí y chacharearme como si le hubiera hecho una fechoría. No me mostré asustada en lo absoluto, y, con un movimiento repentino, la pisoteé. En lugar de escabullirse, la criatura permaneció plana en el suelo. Sentí que posiblemente podría arrodillarme y recoger a la criatura si hubiese querido. Sin embargo, había estado asistiendo a la universidad por meses y sabía por experiencia que la cosita se iría corriendo ante mi tacto.
Continué mi camino. Tenía un destino en mente y ya no me podía atrasar más.
Justo al frente, por los bordes exteriores del campus, estaba el único sanitario de mujeres que seguía abierto a esa hora. Por lo general, el campus como tal cierra temprano los viernes, así que tenía suerte de que hubiera al menos uno que no estuviera asegurado, aún más si consideraba que tenía un viaje de una hora por delante. Sinceramente, no tenía ganas de detenerme en una estación de gas para un propósito como ese tan tarde durante el día.
Al girar por el último edificio, llegué a la estructura solitaria. Miré detrás cuando una brisa captó mi atención. El estacionamiento estaba a unas cuantas yardas de distancia, rodeado por el césped verde y llano de la universidad. Los edificios del campus estaban oscuros, entre las sombras; la mayoría ya no estaba albergando ninguna clase a esa hora. Cuando vi que no había nadie ahí, continué mi camino.
La puerta chilló a modo de protesta cuando entré; había óxido cubriendo las bisagras y descarapelándose ágilmente. El sonido reverberó en la habitación pequeña. Como era normal para los sanitarios, el piso estaba hecho de linóleo, las paredes eran de un blanco genérico y una sola luz amarilla iluminaba los seis cubículos que estaban alineados contra la pared.
Solo había dos lavados y un solo rollo de toallas sanitarias que estaba colgando encima de un basurero. Caminé a un lado y, como era usual, escogí el cubículo que se encontraba a un lado del cubículo para discapacitados. Siempre me sentía mal cada vez que entraba al cubículo para discapacitados, porque están diseñados para quienes tienen problemas usando los retretes regulares. Cuando era más joven, encontraba gusto en lo espacioso de esos cubículos, pero ahora soy más consciente.
A pesar de la creencia popular, los sanitarios de las mujeres no huelen precisamente mejor que los de los hombres. Por diversas razones, para mí siempre han olido peor. En la escuela secundaria, fui retada una vez a entrar a cada uno de los sanitarios de los hombres en la institución. Lo hice, por supuesto, siendo la temeraria que era.
Esta vez olía peor. Como si algo hubiese muerto y luego lo hubiesen dejado a que se pudriera en el pequeño basurero suspendido entre uno de los cubículos. Conociendo el tipo de cosas que normalmente tirarían ahí, no sentí la prisa por investigar y me enfoqué en mis asuntos.
No fue hasta que terminé, que lo escuché. Un ligero sonido de jadeo, como si alguien con asma estuviera en el cubículo a mi lado.
Dado que no escuché que nadie hubiera entrado en los sanitarios, hice lo inmaduro y eché un vistazo. Me incliné y giré mi cabeza hasta que pude ver por debajo de la pared a mi izquierda, lo cual me permitió espiar a los cuatro cubículos a mi lado.