Mi vida ha cambiado bastante desde mi adolescencia, luego de ser un muchacho retraído, tímido, amargado, pesimista y negativo. Ahora, ya estando casado y con dos hijos, veo todo de color de rosa. Bueno, no tanto así, pero soy feliz.
El pesimismo en mis años jóvenes me llevó a pensar que era capaz de atraer la energía negativa de los demás y usarla para crear mi propia «aura negativa» con la que repelía a otros, quedándome siempre solo y con más amargura que antes. Estuve en verdad convencido de que, eventualmente, podría manejar esa aura oscura para algún tipo de beneficio personal, y procuraba siempre estar rodeado de energía negativa.
Todo era pesimismo, todo era gris y sin esperanzas. Algunas veces pude —sentí que podía— proyectar mi aura negativa para «contagiar» a alguien más para que le fuera mal. Así como me iba a mí. Mis víctimas eran aquellos a los que envidiaba. Algo siempre les sucedía. No eran cosas graves, pero eran incidentes que interferían en alguna cosa que realmente querían lograr. Como ejemplo pongo a aquella chica que tras ser anunciada como la más estudiosa en matemáticas y que iba a representar al estado en una competencia cercana. Me concentré en enviarle mi aura, y el resultado fue que, ese mismo día, a aquella chica la picó un enjambre de abejas. Nadie supo de dónde llegaron, pero el perfume que usaba la muchacha las atrajo y la pobre no pudo concursar.
Al «as» de fútbol se le dobló un tobillo, al matón del colegio lo encontraron vestido de niña en el baño. Cosas sencillas que acababan, según entendí después, en meras coincidencias.
Ahora no lo creo. Recuerdo que luego de «proyectar mi aura», siempre me sentía peor, más cansado, más agobiado, más frustrado con la vida y más pesimista.
Jugué con ese extraño «poder» durante algún tiempo, pero todo lo olvidé cuando tuve un accidente del cual salí milagrosamente vivo. Eso me cambió la perspectiva y comencé a vivir la vida de manera plena.
Olvidé lo del aura negativa durante años hasta que, hace unos días, me encontré por casualidad un artículo de internet donde se menciona que la energía negativa existe y que cada persona tiene una dosis de ella, la cual puede manipular para que su vida vaya mejor o peor. Patrañas, pensé. Sin embargo, me quedé reflexionando sobre ello. Hace unos días, mi esposa tuvo una leve crisis de neurosis por estrés. Se puso de un humor terrible y su actitud cambió mucho. Traté de hacerla sentir mejor, pero solamente conseguí que me gritara sin razón aparente. Amo a mi esposa y realmente quería hacerla sentir mejor. Por eso se me ocurrió tratar de absorber su energía negativa. No fue difícil. Poco a poco fui viendo en ella un cambio de actitud, su cuerpo se relajó y volvió a ser la mujer amorosa que es siempre. Yo, por el contrario, me volví sombrío y distante. Me alejé de ella y me fui al trabajo.
Medité en esa oportunidad sobre mí mismo, traté de ser analítico e imparcial. Sí, realmente puedo manipular la energía negativa de la gente y, al parecer, podía absorber la de los demás. Pensé que sería bueno tratar de reunir más y más de esas auras negativas solo para ver qué pasaba. Pensamientos pesimistas se agolpaban en mi cabeza. En todos ellos, yo terminaba mal y mi familia también. Pero mi voluntad se impuso y seguí concentrándome en agrandar mi aura. Un niño llorando, conductores estresados atorados en el tránsito. Gente discutiendo; todo ello me hacía sentir peor, una enorme carga pesaba sobre mis hombros. Mis pasos eran lentos y mis pensamientos estaban plagados de resentimientos, de inconformidad, frustración y odio. Los odiaba a todos, incluso a mí mismo.
Aun así, seguí con el plan, reuniendo todas aquellas emociones negativas de los demás. Era algo totalmente extraño e increíblemente poderoso. Poderoso en el sentido de que toda esa aura parecía expandirse, haciendo mi espacio vital casi impenetrable para los demás. La gente se apartaba de mi camino y me miraban de reojo. Los maldije mentalmente. Y una idea perversa llegó a mí. Utilizaría esa energía para causar un gran daño a todos. No sabía qué sucedería, pero estaba convencido de que pasaría algo importante. No sería como en el pasado, no serían pequeñas lesiones o inconvenientes. Algo grande, un acontecimiento que le daría un verdadero escarmiento a todos esos malnacidos que se cruzaron en mi camino. Pensé que merecían lo que pronto les iba a pasar.
Pero me di cuenta de que no era suficiente esa energía. Necesitaba más. Y en la calle, en la vida cotidiana no iba a encontrarla. Pensé rápidamente, y la respuesta obvia llegó: el cementerio. Un lugar donde todos dejan su energía negativa. Su dolor, ira, frustración, odio por la vida que les arrebató a sus seres queridos. Me dirigí hacia allá con paso lento, cansado por tan grande carga. La distancia que me separaba de aquella escoria llamada gente ya era de más de cinco metros de diámetro. Todos me evitaban, al grado de cruzar al otro lado de la calle al verme venir. Una mezcla de espanto, asombro y desconcierto se reflejaba en su mirada.
Continué mi camino sumido en mis pensamientos malsanos, de venganza y rencor, planeando una y mil maneras de hacer pagar a la sociedad por el simple hecho de existir. De pronto, lo sentí. Una especie de atracción de mi aura. Estaba a dos cuadras del camposanto y ya podía sentirlo. El corazón se me aceleró. La furia dentro de mí se revolvió con el odio en cada paso que daba. Pasos lentos, arrastrando los pies, y con cada uno una maldición era lanzada al aire.
La atracción se hizo cada vez más fuerte. La distancia se acortaba y pronto tendría acceso a lo que buscaba. Cerca de la puerta del cementerio, la atracción se volvió mayor. Era una clara invitación a entrar. Eran voces llamándome, invitándome a unirme a ellos en una corriente enorme de energía negativa. Miré a mi alrededor y la calle parecía desierta. Todo parecía haber desaparecido, excepto las construcciones. Incluso los colores estaban diferentes, sombríos, sin vida. Una punzada en el pecho me hizo voltear de repente. Estaba parado exactamente en el umbral de la entrada principal de aquel cementerio cuyo origen databa del siglo XVI. Las puertas estaban abiertas de par en par, simulando unas enormes fauces que me engullirían irremediablemente. Miré con mayor detenimiento hacia adentro y pude observar con sorpresa que las tumbas parecían abiertas. No, no parecían: estaban realmente abiertas. Pero no tenían cadáveres ni restos adentro. Las urnas mortuorias estaban vacías y el fondo aparentemente no existía, como si cada uno de esos ataúdes fuera una ventana a un abismo cuya caída sería perpetua. La invitación a ingresar al lugar era cada vez más insistente. Me sentí arrastrado por la misma aura que yo había creado para protegerme y para hacer daño. El tiempo era a la vez una torrencial corriente y una estática calma. Clavé los pies en último peldaño del umbral tratando de anclarme, aunque sabía que serviría de muy poco.
Los pensamientos, antes plagados de odio, rencor e ira, ahora estaban enfocados en una sola cosa: apartarme de ese lugar; algo siniestro estaba por ocurrirme, algo que ni en mis más recónditas pesadillas podría soñar. El cuerpo no me respondía, estaba paralizado por el infinito terror que me producía poner un pie del otro lado de las fauces que antes eran las puertas de un cementerio. Una bestia alimentándose de las emociones negativas que la gente depositó ahí durante centurias. Mi cuerpo comenzó a flaquear, las fuerzas me abandonaban y caí de rodillas ahí mismo.
Fue entonces que pude sentir a mi alma ser desprendía de mi cuerpo arrodillado. La corriente de esa maligna fuerza negativa me estaba arrastrando al interior del cementerio. El terror fue inmenso, indescriptible. No era el hecho de morir, era la forma. Mi estupidez por jugar con fuerzas incomprensibles. Todo estaba perdido. Lentamente, el alma abandonaba el cuerpo. Nunca olvidaré la sensación. Verme a mí mismo arrodillado, saliendo de mi ser, y al mismo tiempo estar ahí en el suelo viendo mi alma. Una visión dividida de mi ser que jamás abandonará mi memoria.
Levanté la mano, como queriendo aferrar mi alma; y, al mismo tiempo, mi alma no quería abandonar mi cuerpo. Pero no había manera. Estaba perdido.
En ese momento, uno de mis hijos me abrazó. Nunca lo escuché llegar. Su contacto rompió el trance que estaba sufriendo. Se abrazó a mi pecho mientras me decía: «Hola, papá. Te quiero». Las fuerzas volvieron a mí y aquella energía que me succionaba la vida cesó. Me fui de espaldas como si me hubieran empujado de repente. Mientras caía, abracé a mi hijo con todo mi ser. Lloré estruendosamente.
Mi esposa bajó asustada del carro preguntándome qué sucedía. Me dijo que iba de camino a recogerme al trabajo cuando me vio arrodillado en la entrada del panteón. Tuve que mentirle. Le dije que en ese cementerio habían sepultado a un ser querido, un familiar que fue importante para mí. Regresamos a casa y yo, aún con los ojos empapados de lágrimas, agradecí que se me permitiera seguir vivo. Juré no volver a jugar con fuerzas ajenas a mi entendimiento.
Las cosas han transcurrido normalmente desde ese día. Sin embargo, me preocupa mucho algo que observé en mi hijo mayor. Su mirada se está volviendo sombría, y en la escuela sus amigos se alejan de él. Justo antes de que alguien tenga un accidente...