Cristina

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La vida de algunos adolescentes y sus extrañas aflicciones escapan de mi entendimiento que, aunque «maduro», es incapaz de llegar a una respuesta coherente. La oscuridad, lo macabro y lo excepcional cumple una función protagónica en muchas vidas jóvenes, tal vez por abandono, tristeza, soledad, desasosiego, falta de afecto y un sinfín de cosas que, reitero, no comprendo.

En lo personal, siempre he sentido una terrible aflicción por los animalejos trepadores, con muchas patas, viscosos, venenosos o con muchos ojos. Es por eso que me pregunto por qué decidí ser veterinario. Siempre que llega una de esas bestias a mi consultorio, prefiero —y aunque esto me atormente— matarla. Los chicos se deprimen por la muerte de su asquerosa tarántula, pero para mí representa una tranquilidad enorme el deshacerme de un polípodo salvaje que, en primera, no debería ser mascota.

Tengo una sobrina que encaja perfectamente en el arquetipo de adolescente raro. Amanda es una chica que no debería encajar ahí: sus padres la quieren, nunca le falta nada, cosa que pide, cosa que le dan. Tal vez es que al tenerlo todo, realmente no tiene nada. Ya hace varios meses, le pidió a su madre que le regalara una víbora para sus dieciséis años. ¡Oh! No cualquier clase de víbora, quería una boa constrictor. Me pidió que le dijese sobre sus cuidados, alimento, vacunas, higiene y todo lo que supiera. Supongo que «asesina a ese bicho» no hubiera sido la mejor respuesta, así que le arrojé toda la información que tenía en mi libro.

Amanda y su querida Cristina —nombre que no creo que importe, puesto que son seres muy egoístas y no le rinden cuentas a nadie— jugaban todo el día y parecían las mejores amigas. Amanda le contaba sus problemas con los chicos, a lo que Cristina respondía con un atormentador siseo que parecía apaciguar los ánimos. Recuerdo que le puso un listón en el cuello como si se tratase de un perrito o un gato. Esto me molestaba porque era un acto de total incomprensión al cariño, pues bastaba con alimentarla para que la bestia la tratase igual: un pedazo de carne que la mantiene viva.

Con el paso del tiempo, Cristina alcanzó el tamaño de un metro con treinta centímetros, cosa que a mi sobrina la tenía muy feliz; sus sueños exóticos se hacían realidad. De comer ratas, pasó a comer conejos, y mi hermana no estaba nada contenta. Sus conejitos —que tiempo atrás brincaban en el jardín, movían sus bigotes al comer lechuga y meneaban sus rabos mostrando su felicidad— ahora se encontraban reposando en un caldo de ácidos calientes dentro de la boa. Era una tristeza e impotencia inconmensurada el oír los huesos del peludo amigo crujir dentro de las fauces del reptil.

Cristina cazaba sigilosa. Tan pronto la dejaban en el jardín para tomar el sol, esta aprovechaba para buscar a los amigables conejos. Los acechaba desde la hierba alta y antes de que el animal pudiese reaccionar y darse cuenta del peligro que lo circundaba, ella atrapaba al orejudo. Chillaba y pataleaba para soltarse de la fatídica situación, pero representaba carne viva que satisfacía al ser envidioso.

Una mañana que recuerdo muy bien, recibí una llamada de Amanda; estaba llorando al punto que apenas me era posible comprender el motivo. Intenté tranquilizarla, y lo poco que alcancé a entender me hizo reaccionar. Entre sollozos, acudía a mí porque su querida boa, al parecer, estaba muerta. Recogí mi instrumental después de colgarle con sonrisa en rostro y me dirigí a casa de mi hermana.

Toqué el timbre, mas fue inútil, pues Amanda abrió de inmediato —me esperaba ansiosamente, claro—.

—Cristina no se mueve, lleva tres días sobre mi cama. No come, no bebe, ni sisea —me dijo con los ojos vidriosos.

—Cálmate, de seguro está a punto de cambiar de piel —dije con asco y rogando por que en verdad estuviera muerta.

Al llegar a la habitación, lo primero que me alarmó y alimentó mis miedos fue ver al animal tendido a sus anchas sobre el lugar que se supone que es para dormir. Inspeccioné su cuerpo en un intento de encontrar escamas débiles, y así comprobar mi teoría. Busqué desde la cola hasta la cabeza, empero, no había rastro de descamación. Fue entonces cuando asumí que estaba enferma por su dieta basada en mamíferos: cuando las víboras sufren desnutrición, tienden a perder tamaño y sumirse en depresión.

—¿Cuánto mide? —pregunté.

—Un metro con setenta.

Cuando escuché esas palabras, lo comprendí todo; mis estudios ya me lo habían advertido, pero mi repulsión me cegó. La estupefacción y el más profundo pánico invadieron mi miente; no obstante, tomé a mi sobrina y le dije con voz gravísima —producto del estado en el que me encontraba— que tenía que deshacerse de ella lo más rápido posible. Si bien no comprendió el porqué en un principio, más temprano que tarde se lo expliqué todo. Entre llanto, gritos y frustración, accedió.

Mientras escribo esto en la soledad de mi consultorio, puedo asegurar que a Amanda no le quedaron ganas nunca más de adentrarse en lo desconocido ni meterse con seres que no comprende, pues Cristina quería adoptar su tamaño para comérsela.

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