Esperaba hasta que todos estuvieran dormidos antes de comenzar. Yo me quedaba quieta y fingía no estar consciente, pero su voz persistiría, aullando débilmente bajo una desesperación terrible mientras hacía sus reclamos. Mientras suplicaba. Mientras imploraba que lo ayudase a acabar con su vida.
En la estridente luminosidad del día, yo hablaba con mis seres queridos sobre mis noches de desvelo. La compasión en sus rostros era obvia; también lo era la resignación impotente. Sabían que no había nada que pudieran hacer. Todo el sufrimiento caía sobre sus hombros y, por asociación, en los míos. Yo era su confidente, la única persona con la que podía desahogarse. A quien podía llorarle, gritarle.
Era difícil pasar por alto los efectos que el estrés había forjado en mí. Subí de peso, me retiré del trabajo por discapacidad, fermenté mi depresión. Nuestros doctores sabían que él tenía problemas. Sabían que algo estaba mal con él. Esa fue la palabra que usaron: algo. Pero no podían determinar lo que era. Eso significaba que no podían hacer nada.
Anoche llegamos a nuestro punto de ruptura. Por horas, gritó con un poder imposible y ensordecedor. Me entretuvo con descripciones minuciosas del dolor que estaba soportando. Dolor que mi falta de acción lo obligaba a padecer. Los gritos se volvieron más suaves a medida que su energía se evaporaba, justo como toda otra noche. Pero en vez de sollozar patéticamente y suplicar, su tono se volvió más siniestro. Sus palabras se hicieron violentas.
—Te mataré —susurró—. Te partiré por la mitad.
Mi aliento se me atascó en la garganta. Nunca me había dicho nada de ese tipo. Todo el contenido venenoso de sus palabras siempre había sido autodirigido. Esto era nuevo; atemorizante.
—Vas a morir desangrada —acotó en medio de una serie de quejidos ruinosos—. ¿Tienes idea de cómo te vas a sentir sabiendo que pudiste haber acabado con esto, pero no lo hiciste? ¿Sabiendo que dejaste solas a las niñas?
La mención de las gemelas causó que saltase de la cama por la furia e indignación. Él sabía lo que estaba provocando. Finalmente había comprendido qué era lo que me incitaría a darle el gusto. El pensamiento de Dominique y Shonda en la protección de servicios sociales —a raíz de la odiosidad de él y de mi cobardía— era demasiado como para ser tolerado. Demasiado para toda madre.
Empecé a llorar mientras hacía las preparaciones que había temido desde la primera noche en la que empezó a rogar que acabara con su vida. No hablé palabra mientras lo hacía. De vez en cuando, él me llamaba y preguntaba por mi ausencia. No le contestaba. Él se encontraba muy débil como para gritar. Muy exhausto. Lo único que decía eran palabras y frases lamentables. «Por favor», «duele demasiado», súplicas que había escuchado una y otra vez, pero con ellas ahora venía adherido el elemento ominoso de «o si no...».
Sabía que si hacía lo que él quería, sería abandonada en prisión, las gemelas se quedarían sin su mamá. Pero de esta forma al menos seguirían vivas. Además, si era cuidadosa, podría hacer que mis amigos cercanos me ayudasen a esconder el cuerpo. Todos habían dicho en el pasado que lo harían, en esos momentos más oscuros cuando busqué su consuelo tras meses de noches en vela.
Para cuando todo estaba listo, él se había dado cuenta de lo que estaba pasando. Supo que había ganado. Me sentí enferma. Una parte de mí sabía que estaba haciendo lo correcto —que el sufrimiento que él había experimentado sería excesivo para cualquiera—. Pero otra parte de mí, y la más predominante, se motivaba desde otra vertiente: quería que se muriera. Lo quería fuera de mi vida y de la vida de mis hijas, y fuera de la periferia de mis amigos y mi familia extendida. Quería mi autonomía de vuelta.
Entramos al baño, en donde todo podría ser limpiado hasta no dejar rastro. Un momento después, nuestros ocho meses de agonía sin descanso habían acabado. Los gritos se habían detenido. Las súplicas se habían detenido. La amargura. Nada restaba además de mí, su cadáver y su sangre. Sangre en la bañera. Sangre en mis manos. Sangre en mis muslos. Sangre en el gancho para la ropa.