Cuando la noticia fue transmitida por la televisión, solté mi cuchara inmediatamente y dejé de comer.
«Un secuestrador murió en un tiroteo —entonó el reportero—. La policía dice que un profesor de historia local atrajo a una de sus estudiantes a su camioneta, diciéndole que su cachorro nuevo había dejado de respirar».
Cuando su fotografía apareció en la pantalla, me sentí aturdida.
«El perpetrador ha sido identificado como este hombre, el profesor Peter O'Malley».
Era un hombre que conocía. El hombre que vivía en el piso de arriba.
«Por fortuna para su víctima potencial, un policía fuera de servicio atestiguó a O'Malley forcejeando por colocar a la mujer en su asiento trasero, y sacó su arma oculta».
A mi lado, en el sofá, mi hijo se despertaba de su sueño intermitentemente. Bajé el volumen para que no pudiera escuchar. Don O'Malley siempre había sido muy amable con él.
«Cuando O'Malley desenfundó su propia arma, el oficial descargó seis municiones, matando al profesor».
Recordé las sirenas que había escuchado más temprano por la mañana. Las pisadas fuertes que había ignorado. No comprendía lo que significaban. No sabía que la policía estaba investigando el edificio.
«Simplemente estoy feliz con que ese psicópata no finalizara su crimen», dijo el policía fuera de servicio.
«Es un alivio que nadie más tenga que sufrir por su culpa», comentó la esposa del hombre.
Pero estaban equivocados.
Vacié el cereal de mi tazón y lo regresé a la bolsa. Luego lo coloqué en la alacena junto con el resto de nuestra comida. Media bolsa de cereal, una taza de arroz, dos tazas de fruta seca, dos botellas de agua. Nuestras únicas raciones.
Me preguntaba si la policía regresaría. Me preguntaba si serían capaces de escucharme, gritando desde la pared falsa detrás del librero, en el sótano de O'Malley. Me preguntaba si aún me estaban buscando, la chica que había desaparecido hace seis años, cuando era una estudiante de veintiún años en la clase de O'Malley que también amaba los cachorros, que también era lo suficientemente estúpida como para seguirlo a su camioneta.
Sentí a mi hijo despertar a mi lado.
—¿Cuándo vendrá papi a vernos? —me preguntó; su estómago rugía.
Decidí contarle la verdad.
—Tu papi ya no volverá —le dije—. Estaba enfermo. Tu papi era un hombre muy, muy enfermo.