Guro

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He vivido en la misma casa por cuarenta años. Después de que Ralph falleció y me quedé solo por primera vez en tres décadas, acudí a mis vecinos por consuelo. Me lo proporcionaron con creces. Estaba honrado y conmovido por su gentileza. No muchos lugares se asegurarían de que un hombre anciano fuese cuidado debidamente. Estoy rodeado por personas hermosas y maravillosas.

Asumí el rol de abuelo para algunos de los niños del vecindario. Estaba más que feliz de cuidar a los niños; Ralph y yo siempre quisimos adoptar, pero dos hombres no podían hacerlo en nuestra parte del país. Así que tener la oportunidad de ser una figura formativa en la vida de estos niños era un gran privilegio. Me hizo sentir como que si se me estuviera otorgando otra oportunidad para hacer todo lo que se me había negado. Deseaba que Ralph pudiera haber sido parte de ello. Aun así, sé que él me está observando con el mismo amor y orgullo que expresó cada día en el que estuvo con vida.

Una chica, Madison, formó una conexión particularmente fuerte conmigo. Su papá estaba fuera del panorama. Su mamá, Helen, quien se veía obligada a trabajar a tiempo completo, rara vez estaba en casa durante el día. Helen siempre había sido la vecina más servicial y amorosa después de la muerte de Ralph, así que cuando tuve la oportunidad de ayudar con Madison y cuidarla durante el día, estaba más que dispuesto.

Comencé a cuidar a Madison poco después de su décimo cumpleaños. Ella se enamoró de la colección de canguros de juguete que estaban por todos lados de la casa. Ralph había nacido en Australia, y yo solía llamarlo mi pequeño «Guro» —especialmente cuando se emocionaba y su acento se volvía más prominente—. En sus cumpleaños, le daba algún tipo de canguro de juguete. Se habían estado empolvando después de su fallecimiento, y yo estaba contento de que Madison les pudiera dar algo de vida de nuevo.

Pasaron los años y Madison comenzó a crecer. Me preocupaba que se estuviera tornando depresiva. Ella nunca tuvo muchos amigos en la escuela. Se venía directo a casa cuando el día había acabado y hacía su tarea mientras esperaba a su mamá. Su humor era menos efervescente de lo que recordaba. Estoy seguro de que parte de ello se debía a su edad. La adolescencia es complicada para todos, ni digamos para alguien con una vida familiar difícil, como Madison. Aun así, me preocupaba por ella. Ella era perfectamente amable conmigo y nunca era pesada o irrespetuosa, pero se había retraído. Ya no miraba televisión conmigo después de hacer su tarea, solo se sentaba en el piso con su pijama de canguro —la cual era demasiado pequeña para ella en ese punto— y jugaba con las figuras de Ralph. Justo como lo hacía cuando era pequeña.

Cuando Madison tenía dieciséis, tuvo un novio. El primero, hasta donde sabía. No me agradaba. En lo absoluto. Era el típico adolescente fortachón; un fumador empedernido, mal hablado y bueno para nada. Pero no había nada que pudiera hacer al respecto. Madison no lo quería traer a la casa y creo que percibía que yo no lo aprobaba. Pero no era asunto mío. Me había dicho a mí mismo años antes que tales situaciones eran puramente entre Madison y su madre. Solo iba a interferir si sentía que Madison estaba en peligro.

Madison pasaba más y más tiempo con el novio y menos tiempo conmigo. La casa se volvió callada de nuevo. Los demás niños a los que había cuidado habían crecido lo suficiente como para cuidarse a sí mismos. Sus padres me visitaban cada tanto para tomar café, pero mis interacciones generales de persona a persona eran mucho menores de las que había disfrutado anteriormente. Me sentía solo.

Una noche, Helen me visitó alarmada. Aparentemente, Madison había admitido que estaba consumiendo drogas. Helen no tenía idea de qué tipo, pero estaba aterrorizada por la seguridad de su hija. Traté de tranquilizarla con que debía haber algo que la escuela pudiera hacer, pero fue entonces cuando me contó la otra mitad de la historia: Madison estaba embarazada.

Esto me inundó. Había visto a Madison alrededor del pueblo en el transcurso de los últimos meses y había notado que ganó un poco de peso, pero nunca se me ocurrió que podría estar embarazada. Ahora su consumo de drogas era todavía más preocupante. Tratamos de idear un plan juntos, y el único punto en el que pudimos estar de acuerdo era en que la escuela tenía que saber. A pesar de que el sistema educativo local no era el mejor, tenían que tener recursos dedicados a problemas como este.

Pero la escuela no hizo nada. La conducta imprudente de Madison continuó. Helen estaba demasiado aterrorizada como para llamar a las autoridades, porque temía que Madison fuera puesta en un orfanato. Yo, también, no tenía idea de qué hacer. Pasó el tiempo y, en las raras ocasiones en las que veía Madison en el pueblo, ella se andaba tambaleando borracha con su novio idiota; su vientre protuberante era una obscenidad en contra del trasfondo de su intoxicación.

Una tarde de febrero, estaba saliendo del supermercado cuando Madison me divisó desde el estacionamiento. No estaba con su novio, afortunadamente. Se aceleró hacia mí y me dio un gran abrazo. No parecía que estaba ebria, pero tenía que haber consumido algo. Sus pupilas estaban dilatadas y hablaba con dificultad mientras me decía lo mucho que me extrañaba. Luego me preguntó si podía llegar más tarde para ver a los canguros. Le dije que eso sería maravilloso y que yo también la extrañaba.

En algún momento alrededor de las siete, Madison llegó. La escolté velozmente; la temperatura de afuera estaba bajo cero y ella se veía enferma. Podía notar que estaba drogada. Entró sin decir hola y se fue a la manta en donde yacían los canguros. Les habló con una voz infantil y melodiosa. Cuando tenía once años, pensé que ese tipo de cosas eran adorables. Sin embargo, ahora que sabía que estaba bajo la influencia de algo que no solo era venenoso para ella, sino también para el bebé, era mucho menos adorable.

Caminé hacia ella y le pregunté si podía tomar su abrigo y si quería un poco de té y pastel de chocolate. No me contestó. Solo le seguía hablando a los canguros. Suspiré y me senté en el sofá, esperando a que ella se espabilara y me hablara, o se fuera y que ojalá llegara a casa con su mamá.

Madison recorrió la línea de los canguros de juguete en el mantel, diciéndoles «te amo» a cada uno. Luego caminó de regreso haciendo lo mismo en reversa. Al final, me dirigió la mirada:

—A ti también te amo, Michael —murmuró con admiración, y una sonrisa delgada rajó su semblante pálido—. ¿Pero sabes qué? ¡Amo a Guro más que a nadie!

Madison dejó caer su abrigo pesado en el piso, y grité. Una herida enorme había sido cavada a lo largo de la parte superior de su vientre. El pecho, el brazo derecho y la cabeza azul de su bebé sobresalían por la abertura.

—Mira al pequeño Guro —dijo débilmente—. Qué buen Gurito.

Madison trató de saltar hacia mí, imitando a un canguro. El brazo y la cabeza frágiles del infante se sacudían de atrás hacia adelante con el movimiento.

—Dulce Gurito. Tan cálido y seguro en su bolsa.

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