Cuando Amy tenía cuatro años, le enseñé el juego de las pestañas. Ya sabes a cuál me refiero. Encuentra una pestaña, cierra tus ojos, pide un deseo, toma un respiro hooooondo y sóplala al viento. «Si tienes suerte —le dije—, tu deseo se hará realidad». Amy lo consideró por un momento, y luego anunció que era un juego estúpido. Me reí y le pedí que ya no usara la palabra «estúpido». Recuerdo haber estado alegre de que no pensara que Santa y el Conejo de Pascuas eran estúpidos. Eso habría sido un problema.
Justo alrededor de su séptimo cumpleaños, recibió un regalo muy especial: un nuevo hermanito bebé llamado Michael. Amy adoró a Michael desde el primer día. Siempre pedía si lo podía sostener, lo cual permitimos una vez que nos aseguramos de que sería gentil. Lo era. Michael era muy apegado a su hermana, y si Dawn o yo no podíamos lograr que dejara de llorar, lo poníamos en los brazos de Amy y se calmaba de inmediato. Baste decir que estábamos agradecidos.
Cuando Michael tenía un año, desarrolló una fiebre alta. Lo llevamos a la sala de emergencias en un apuro, en donde le bajaron la temperatura exitosamente, pero había otra cosa que estaba mal. Los exámenes revelaron el peor escenario posible: leucemia. Tenía que comenzar con los tratamientos tan pronto como fuera posible.
No le contamos a Amy la historia completa acerca de la enfermedad de su hermano, pero fue capaz de entender que era serio. Hice mi mejor esfuerzo para poner una cara valiente con tal de que Amy no se sintiera más triste de lo que era necesario. Por un tiempo, funcionó. Pero dentro de unos meses, las emociones la alcanzaron. Descendió en una tristeza que nunca había visto en su joven vida. Una noche, durante la cena, Amy comenzó a llorar. «Michael ya no cree que lo amo», me informó mientras las lágrimas se derramaban por su rostro. No era una pregunta; estaba segura.
Me sentí como un pésimo padre. Enfrascado en el infierno de todos los días de la enfermedad de mi hijo, había descuidado el ayudar Amy a lidiar con los sentimientos que había sido forzada a soportar. A mis treinta y nueve años, la estaba pasando terrible con todo el asunto; no podía imaginarme cómo se debió haber sentido para alguien tan joven como Amy.
Después de que se fue a la cama, llamé a Dawn en el hospital y tratamos de idear algo esa noche que pudiera ayudar. Decidimos que Amy debía visitar a Michael para que viera que todavía se encontraba bien y que los doctores y las enfermeras estaban haciendo su mejor esfuerzo para curarlo. Nos habíamos sentido reticentes en cuanto a llevarla al hospital porque Michael se encontraba en un estado lóbrego. No sabíamos cómo era que ella iba a manejar el panorama de su hermanito ataviado con tubos y conectado a monitores, pero también sabíamos que había pasado demasiado tiempo. Ver a su hermano era importante para Amy.
Cuando llegamos, a Amy solo se le permitió ver a su hermano a través de la ventana. Para nuestro asombro, ella se animó de inmediato. Lo saludó y le habló, sabiendo que él no la podía escuchar, pero queriendo hacer el intento de todas formas. La vi sonreír por primera vez en mucho tiempo.
Noté que había dos pestañas pegadas a la mejilla de Amy. Esperando que contribuyera a su sentido renovado de positivismo, y sin que me importara si ella pensaba que era estúpido, se las quité de su mejilla con mi pulgar. Luego le pedí que pidiera un deseo, esperando que me rodara los ojos y que siguiera hablando con Michael. En vez de eso, me sonrió de nuevo. Cerró sus ojos, pensó por un momento y luego sopló las pestañas tan fuerte como pudo. Observó a su hermano de inmediato y sonrió. No necesitaba preguntarle qué fue lo que había deseado.
Pasaron un par de semanas, y la condición de Michael mejoró. Fue totalmente inesperado e inexplicable; simplemente empezó a mejorar. Pero el alivio que nos trajo su mejoría no duró mucho. Su condición se deterioró poco después de eso. Era lo que Dawn y yo sabíamos que iba a pasar, pero para lo que aún no estábamos preparados. Nuestro hermoso hijo falleció el 3 de mayo de 2015.
Dawn y yo nos sentíamos devastados. Obviamente. Pero Amy estaba inconsolable. Cuando supo de la mejoría de Michael, se había metido en la cabeza que iba a continuar mejorando. Se rehusó a creer que había tomado un giro para peor. Luego, cuando le explicamos que había muerto, lo único que hizo fue gritar. Gritó y lloró por días.
Un mes más tarde, cuando la realidad de la vida sin Michael finalmente había sido procesada, y los tres estábamos regresando paulatinamente a nuestras rutinas normales, me propuse que sería mi meta el ser más activo en la vida de Amy. No había estado ni ausente ni había sido distante, pero quería ser una fuerza de positividad y apoyo para mi hija. Después de un trauma como ese, era lo que ella necesitaba. Me aseguré de que estuviera viendo al psicólogo de la escuela, y programé una sesión de terapia familiar para la semana siguiente. Estaba determinado a no dejar que nuestra tragedia familiar marcara a Amy más de lo debido.
La noche previa a nuestra sesión de terapia, un tiempo después de que me había quedado dormido, me desperté ante Amy parada a un lado de mi cama. Podía escucharla llorando. Le pregunté si quería dormir conmigo esa noche, pero no me contestó. Entre sus sollozos, podía sentir su aliento sobre mi cara. El llanto continuó.
—¿Te encuentras bien, cariño? —le pregunté, buscando torpemente el interruptor de la lámpara vieja a un lado de mi cama, hasta que finalmente la encendí. Dejé escapar un grito ahogado.
El rostro de Amy estaba bañado en sangre. Me estaba observando fijamente con sus ojos abiertos de par en par, con una combinación de terror y furia. Tenía su mano a la altura de su boca. A medida que mis ojos se adaptaron al brillo de la lámpara, me exalté. Dawn se despertó con una sacudida y gritó.
En las manos de Amy había dos pedazos sangrientos de piel con cabello saliendo de ellos. Continuaba mirándome con enojo mientras sollozaba. No, me di cuenta de que no era con enojo. El pánico floreció dentro de mi pecho y se me dificultó la respiración. Piel andrajosa goteaba sangre por los ojos de Amy mientras ella le soplaba alientos calientes y alarmados a las pestañas amputadas que se encontraban en su palma. Las pestañas se mecieron en el aire húmedo.
—No dejé de desear que Michael regresara —se lamentó—. Pero no sirvo para esto. ¿Podrías ayudarme a desear? ¿Por favor?