Cuando era niña, quería ser una sirena

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A medida que crecía, siempre quise ser una sirena. Creo que muchas niñas tienen el mismo deseo. Pensaba obstinadamente que ser sirena era una ocupación a la que podía aspirar una vez que tuviera la edad suficiente. Me imaginaba que desarrollaría una cola larga y regordeta con escamas brillantes. Tenía el sueño de deslizarme sin esfuerzo por el agua. Quizá me crecerían rizos de hermoso cabello rojizo que caerían hasta el suelo. Añoraba el día cuando pudiera ser una sirena oficial de la vida real.

Mi familia vivía sobre las rocas a un lado del océano. Era un escenario bello para crecer. Hoy día estoy al tanto de cómo algunas personas matarían por un hogar en el agua. La brisa del mar latigueaba mi rostro cada día —siempre olía como lluvia fresca—. Pasé la mayor parte de mi tiempo en la playa recolectando conchas o creando refugios para hadas en la arena. Había delfines por todos lados conversando entre sí. Había peces bellamente coloreados y otras criaturas del mar adorables. Era un paraíso.

Tenía cuatro hermanas que me acompañaban la mayor parte del tiempo. Cada una era más grande que yo y mucho más madura. Aun así, entretenían mi fantasía de sirena al ayudarme a fabricar colas detalladas con algas marinas. Una podía pretender que era un príncipe ahogándose y yo la rescataría. Todas me daban ánimos mientras salvaba al príncipe de un reino lejano. Amaba que me cargasen en sus brazos, riéndome en tanto me hacían flotar por la marea.

Pero por supuesto que no puedes decidir que simplemente serás una sirena. Mi madre me lo dejó en claro en reiteradas ocasiones. Cuando sacaba el tema, ella se burlaba de mí. «Las sirenas no son reales», decía con firmeza. Incluso regañaba a mis hermanas por jugar conmigo. «No deberían alentarla».

Es probable que mi madre tuviera razón. No puedes ser algo que sencillamente no eres.

Aprendí eso en la víspera de mi duodécimo cumpleaños. Era de noche y mis hermanas estaban sentadas en las rocas. Disfrutábamos del resplandor de la luna. Un barco se acercó; solo era un barco de pesca pequeño que tal vez se había perdido. Acostumbraba quedarme callada y observar a mis hermanas, pero esa noche mi madre asintió en mi dirección. Era mi turno.

Aclaré mi garganta. Mi aliento sabía a pescado podrido y sal. Abrí mi boca y empecé a cantar. Mi voz hizo eco a lo largo de la playa. Para mis oídos, sonó como el llamado de un animal moribundo. Desafinaba y se sentía incómodo. Mis hermanas estaban sonriendo. El terrible tono de mi canto alejó a los animales de la costa.

Sin embargo, mi canción sonaba hermosa para el capitán. Se asomó por un lado de su barco para verme, una chica joven descansando sobre una roca. Para sus ojos, yo era radiante. Quizá tenía cabello largo como la sirena que quería ser cuando era una niña. Para él, mi cuerpo era flexible y joven —mis piernas extendidas inocentemente, provocadoramente—. No pudo resistir la combinación de mi belleza y canto.

En realidad, estaba vestida con la piel de una niña muerta. Mis dientes puntiagudos se inclinaban contra la forma reptiliana de mi cabeza. Al igual que mi madre, tenía tres colas blindadas que se estrellaban en el agua. Mis manos estaban enrolladas como garras. Mi segunda boca estaba abierta en el lugar donde debería estar mi estómago. Aletas pútridas se desplegaban por mi torso. De mis hermanas, yo era la más horrorosa. Si me hubiesen amado menos, quizá hubiesen estado celosas.

Pero como todos los hombres antes que él, el capitán solo podía ver lo que nosotras queríamos que viese. Manejó su barco tanto como pudo antes de que la necesidad lo sobrecogiera. Se zambullió en el agua. Nadó contra la marea, ansioso por alcanzar su espejismo de la niña desnuda. Seguí cantando. Pronto, mis hermanas se me unieron; nuestros chillidos formaban ondas en la superficie del océano.

El hombre nunca llegó hasta nosotras. Se ahogó a poco más de cinco metros de distancia. Fue tan reconfortante ver al cadáver níveo meciéndose bajo la luz de la luna.

Mi madre me sonrió con su segunda boca. «Hiciste bien, hija. Ahora ve a traer el cuerpo para la cena».

A veces extraño esos sueños de la infancia de querer ser una sirena. Pero, honestamente, no cambiaría quien soy ahora. Es mucho más divertido observar cómo muere un hombre que salvarlo.

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