Infierno

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No había ninguna puerta aperlada.

La única razón por la que sabía que estaba en una cueva, era porque acababa de pasar la entrada. La pared de piedra se irguió detrás de mí sin un cielo a la vista.

Sabía que esto era todo. Esto era de lo que la religión había hablado, lo que el humano temía. Acababa de entrar por la puerta del Infierno.

Sentí la presencia de la cueva como si fuese una criatura viva con aliento. La peste de carne pútrida me sobrecogía.

Y luego, ahí estaba la voz. Vino desde adentro y desde todos lados.

—Bienvenido.

—¿Quién eres tú? —pregunté, tratando de mantener mi compostura.

—Ya lo sabes —respondió la cosa.

Y lo sabía.

—Eres el Diablo —tartamudeé, debilitándome—. ¿Por qué yo? He vivido tan bien como pude.

El silencio se apoderó del espacio en tanto mis palabras perecieron. Sentí que transcurrieron varios minutos hasta que obtuve su respuesta.

—¿Qué era lo que esperabas?

La voz era estridente pero paciente.

—No lo sé... Nunca creí en nada de esto. ¿Es por eso que estoy aquí?

Silencio.

Continué:

—Dicen que el engaño más grande del que eres responsable, es haber convencido al mundo de que no existes.

—No, el engaño más grande del que soy responsable, es haber convencido al mundo de que existe una alternativa.

—¿No hay ningún Dios? —tirité.

La cueva se sacudió al compás de sus palabras: «Yo soy Dios».

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