En esta vida he visto y hecho cosas horribles, pero nada me preparó para lo que presencié ese día.
Era mi primer día de trabajo para un poderoso capo de la droga. Él estaba comenzando, pero había ganado terreno con rapidez gracias a sus métodos brutales. Comenzó a operar en la zona cercana a mi ciudad y en muy poco tiempo se hizo con el control total de los territorios. Algunas pandillas y grupos emergentes huyeron, otros se asociaron y otros pocos sencillamente fueron exterminados.
Me reclutaron en una mañana de noviembre. Horas antes, un tipo me había chocado por detrás y bajó de su auto, insultándome. Yo, tranquilo, le traté de indicar que se calmara, pero fue inútil. El infeliz se abalanzó sobre mí con sus ojos desorbitados por la ira, y terminé deformándole la cabeza contra la puerta de su auto mientras una multitud aterrada presenciaba la masacre con gran impotencia.
Fui acorralado por la policía dentro de poco, y sabiendo que no tenía chance alguno de escapar con vida, decidí arrodillarme, colocar las manos detrás de la cabeza y colaborar con los agentes.
Estando en la celda, llegó este individuo. No vestía un traje caro ni multitud de joyas; parecía un sujeto común y corriente, pero en el rostro de todos los agentes se notaba un gesto de miedo o respeto.
Caminó hacia mi celda con llave en mano, abrió la cerradura y me ordenó que lo acompañara. Miré estupefacto cómo ninguno de los presentes hacía el más mínimo esfuerzo para detenerme.
Dimos algunas vueltas por sus territorios mientras me hacía la propuesta laboral más cuantiosa de lo que jamás había imaginado. Se me proporcionaría una habitación, instalada con todos los instrumentos necesarios y una cámara de video. El trabajo era sencillo: debía torturar y mutilar a cada víctima que me fuera dada, y una vez que finalizara con la labor, debía enviar el video a la dirección asignada, donde uno de sus familiares presenciaría con horror las consecuencias de oponerse a los deseos del capo.
Me costó creerlo al principio, pero pronto comprendí que más que una oferta de trabajo, era una imposición, pues me había revelado demasiado. Me entregaron un celular mientras me indicaban que esperara las instrucciones en casa.
Fui convocado muy temprano por la mañana, y una angustia terrible literalmente aflojó mi estómago. Me dirigí con diligencia al lugar acordado. Me esperaba una bandeja con multitud de implementos de tortura: cuchillos, pinzas, alicates, ácidos y sierras, entre otros. El cuarto era mediano, de tres metros de largo por cuatro metros de ancho, con dos espejos grandes en las paredes laterales, climatizado y totalmente a prueba de sonido. Al fondo, colgando de un gancho, se encontraba un individuo desnudo, muy golpeado y con el rostro cubierto por una bolsa de tela. La bolsa contenía una rejilla similar al burqa de los árabes, por donde la víctima podía observar lo que sucedía sin que el verdugo pudiera distinguir su rostro.
Para este primer trabajo, iba a ser supervisado directamente por mi empleador. Se posicionó en el cuarto de observación —que estaba situado detrás de uno de los espejos, como en los interrogatorios de las películas— mientras yo seguía ahí parado, con el pulso acelerado.
Pasaron unos cinco minutos, y mi jefe se estaba impacientando. Me indicó, por medio de un altavoz, que si no iniciaba en los próximos segundos, cambiaría de lugar con la víctima, y que él sí no tendría reparo en descuartizarme.
Me quedé unos segundos en silencio, pero cuando escuché la silla moverse a través del autoparlante, me invadió el pánico: tomé uno de los cuchillos y lo clavé repetidamente en el abdomen del sujeto. Destrozarle la cara a otro en medio de una pelea no era tan difícil, pero hacerle esto a alguien que no me había hecho nada era algo totalmente diferente.
Dejó escapar un grito ahogado. Definitivamente, tenía algo en su boca que le impedía expresarse con claridad, y solo balbuceaba algunas cosas. Poco a poco, fui tomando los demás instrumentos, realizando algunas incisiones por aquí y allá hasta acabar con un tronco sin manos ni piernas, que colgaba sin vida del gancho. Salí a fumarme un cigarro y, cuando regresé a limpiar las herramientas, encontré otro cuerpo colgando. Esta vez era una mujer de mediana edad, la cual comenzó a retorcerse en cuanto me vio. Ya para esta hora, me sentía agotado y tampoco tenía muchas ganas de alargarle el sufrimiento a la pobre infeliz, por lo que tomé el machete más grande que tuve a mi alcance y comencé a partirle miembro por miembro con todas mis fuerzas. No tomó ni cinco minutos para que muriera; sus partes estaban desperdigadas por todo el piso junto con las de la otra víctima.
Después de eso, no recuerdo mucho más que un fuerte golpe por detrás y las risas de burla del jefe.
...
Antes de que me liberaran, pasé poco más de una semana en ese cuarto, amarrado a una silla. Tenía que hacer mis necesidades encima de mí mismo, pero, la verdad, ya nada me importaba. No podía mover mi cabeza para ningún lado, ni tampoco podía cerrar los ojos. Todo el día era obligado a ver una y otra vez cómo descuarticé a esas dos personas, cómo me noquearon al terminar... y cómo el capo aproximaba la cámara y revelaba los rostros de mis padres bajo las máscaras de las víctimas.
¿Cómo iba a saber que el sujeto a quien le destrocé la cabeza era el hijo de un narcotraficante?