Los Santos

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El camino de tierra que desembocaba por el valle afuera de su cabaña lo hacía cuestionar la necesidad de ir a la escuela. De hecho: ir al pueblo le parecía infructuoso. Era un buen ejercicio, y era un buen panorama, pero simplemente no había nada que lograr con ir a la escuela. Aun así, su padre lo hacía cumplir con sus deberes, al igual que con sus otros quehaceres, tales como preparar la madera y la lámpara de aceite, derretir la tinta y atender el jardín. Su papá vivía de manera anticuada, y él lo prefería así.

En el camino de tierra, había muchos peligros potenciales cuando se aventuraba hacia la escuela —vida silvestre, pedófilos, asaltantes y asesinos—. Pero él no llevaba arma alguna o medio para defenderse mientras su padre cazaba en las colinas. Esto nunca lo había atemorizado, pero tenía una ruta de escape para cada tramo del camino, y siempre estaba pendiente.

Aun a pesar de todo su conocimiento y planificación, nada pudo haberle advertido de lo que se encontraba ahí, de lo que vio, de lo que pasó.

Todo comenzó hace varios meses, cuando volvía a casa. Los notó, en su mayoría ocultos entre los árboles, y pudo determinar sus siluetas humanoides. Estaban torcidos en figuras y ángulos dolorosos. Eran blancos, pero se veían como si hubiesen sido untados en ceniza. Mientras caminaba, parecían observarlo, pero no tenían ojos. Cuando se distanció lo suficiente de ellos, lo siguieron dentro de poco.

Llegó a casa a salvo, pero su ansiedad era intensa y se sentía mareado. Dando un vistazo por la ventana, los notó dificultosamente volviendo al follaje. Su papá se rehusó a creerle, ignorando su preocupación por los... monstruos. No le gustaba esa palabra, pero, de alguna forma, se aplicaba en este caso. A medida que los días pasaron, dejó de salir de la casa; no cuidaba de las hierbas ni las papas. Solo salía de la cabaña para ir y venir de la escuela.

Pudo distinguirlos con mayor exactitud en tanto acechaban su rutina. Eran altos y estaban rotos, como si sus huesos no calzaran bien en sus cuerpos. De pies pequeños con garras y manos que transmutaban cada vez que las veía. A veces eran manos de infantes, o de púas, o manos largas y delgadas.

Dejaba de verlos por la noche. Empezó a comer menos; se enflaquecía y enfermaba. Sus ojos se tornaron fúnebres y acosados. No temía, ni estaba enojado o triste. Sentía apatía y se percibía a sí mismo siendo observado en todo momento.

Al menos, así solía ser. Una tarde, trotaba colina arriba en su camino a casa, deteniéndose con frecuencia para vomitar, mas nunca lo hizo. Cuando escuchó a la tierra siendo pisoteada a solo unos metros detrás de él, sin otro motivo que para seguir la corriente, se giró y les dio la cara.

Era un hombre. Barba desarreglada, acompañada de gafas y vestimentas maltrechas. Sus manos temblaban y sostenían un cuchillo largo, el cual lamía lentamente con su lengua roída por cáncer. El niño se echó hacia atrás al instante. Buscó una de sus salidas de emergencia, pero estaba demasiado sorprendido como para salir corriendo. El extraño se acercó y habló con una voz que comenzó rasposa:

—No grites. No te atrevas. Quítate la mochila. —Apuntó a los pies del niño con su cuchillo. Este comenzó a llorar y tiró su mochila en la tierra. El hombre la pateó hacia los arbustos.

Luego se tomó un momento para frotarse la entrepierna.

Y como un cuerno de guerra, irrumpió un sonido estridente: entes sucios pero familiares salieron del bosque. El hombre fue aprisionado en las manos de estos, manos que se habían convertido en bocas armadas con dientes. Los gritos del criminal fueron aminorados por las rasgaduras y el mascar de los cuatro entes que lo evisceraban y devoraban por medio de sus manos.

Al terminar, irguieron sus figuras y le devolvieron su mochila al niño. Se dispersaron entre los arbustos, solo dejando un cuchillo encima de manchas sanguinolentas.

Ese día, él comprendió que las cosas que lo habían estado acosando no eran monstruos. Ese día lo protegieron de un monstruo verdadero.

No sabía cómo llamarlos; todo héroe tiene un nombre. Pero algo en su interior le dijo que se llamaban Los Santos.

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