Todos nos sabemos la historia. Te diriges al primer piso y escuchas a tu mamá llamándote. Está en la cocina. Pero entonces te giras y ves a tu mamá escondiéndose en el armario bajo las escaleras. «No vayas a la cocina —te dice—. Yo también la escuché». Es solo un pequeño cuento.
¿Pero has imaginado lo que pasa después? Tienes que tomar una decisión. Tú, un niño, debe escoger.
Todavía recuerdas a la mamá que viste debajo de las escaleras. Recuerdas su rostro: temblando por el miedo, su mirada ensanchada es presa del terror. «¡Ven aquí! —te grita—. ¡Rápido!». Pero luego ves a la mamá de la cocina. Te mira con una expresión de curiosidad. Es alta, imponente. Como si te pudiera proteger. Así que corres hacia ella. Solo tienes cuatro años, ¿qué más podías hacer? Ella titubea un poco y luego te devuelve el abrazo.
Con eso, tu otra mamá desaparece por siempre.
Hiciste tu elección. Estás consciente de esto al crecer, pero a veces te preocupas. Tu mamá te ve, en ocasiones, con una expresión inusual, como si no te conociera. A medida que alcanzas tu adultez, te distancias cada vez más de ella.
Llega el día en el que te irás a la universidad. Ella te ve de nuevo con curiosidad. Te abraza, pero solo por un segundo antes de dejarte ir. Y, por primera vez en tu vida, te permites hacerte la pregunta: ¿en verdad hice la elección correcta? ¿Escogí a la madre correcta? Y luego, por primera vez, enlazas tu mirada con la de ella. Entiendes lo que ella está pensando; te das cuenta de que piensa lo mismo.
¿Escogí al hijo equivocado?