Julia sabía que era inteligente. Era uno de esos niños brillantes, el tipo de niño que se da cuenta pronto de que los padres no lo saben ni lo pueden todo.
La primera vez que se dio cuenta de esto, fue cuando se asustó. Había escuchado un ruido en su habitación que vino desde debajo de su cama, o desde su armario.
Julia corrió por el pasillo, llorando:
—¡Mami! ¡Papi!
—¿Qué pasa, cariño?
—Esco... cuché un mo... monstruo —tartamudeó Julia.
Esperaba que ellos la reconfortaran, o que rodaran sus ojos, o que se molestaran. En su lugar, saltaron de la cama de inmediato y corrieron hacia su habitación, en donde revisaron debajo de la cama, inspeccionaron el armario y revisaron el seguro de la ventana. Exploraron cada centímetro.
Julia lo comprendió rápidamente. Sabía lo que estaban haciendo. Al tomar sus miedos como algo serio, le demostraban a su niña pequeña que estaba a salvo y que era amada. Quizá lo leyeron en algún libro.
Pero la lección que Julia aprendió fue que tenía poder. De ahí en adelante, despertar a sus padres se volvió un evento diario. Julia lloraba y gritaba; ellos se lanzaban hacia su habitación y Julia escondía su sonrisa detrás de las lágrimas. Pero ellos no se quejaron ni una sola vez.
Una noche, ya no lo pudo contener y se echó a reír cuando su papá se cayó tratando de examinar la lámpara de techo, como si un monstruo pudiese caber ahí.
—¿Qué es tan gracioso? —le preguntó, sobándose la espalda.
—Tú —Julia sonrió—. Siempre me creen.
Su papá no estaba molesto. Solo volteó hacia mamá.
—Una vez —dijo, por lo bajo—. Solo una vez no le creímos a tu hermano.
Y Julia, hija única, no durmió bien esa noche.