47. Querer desaparecer.

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--Pamplona. Martes.--

Se había tenido que levantar muy temprano, al tener turno rotatorio esa semana le tocaba de mañanas, si ya odiaba tener que ir a la tienda, pues encima si tenía que madrugar lo odiaba más. No había pasado una buena noche, demasiados recuerdos con Ana allí, demasiadas cosas que aclarar en su cabeza que se negaba a hacer.
Raoul se había ido el domingo, Carlos le había llevado a la estación, pero Ana había decidido quedarse allí el tiempo que hiciera falta para convencerla.

—Es una buena oportunidad, me has dicho mil veces que no quieres esta vida que llevas ahora.
—Ay, Ana...
—No son giras, ni discos, no hay prensa, ni eventos, ni photocalls.... Solo es un bar, un piano, la música y tu voz.

Habían sopesado los pros y los contras, mucho más convincentes los primeros que los segundos, pero Amaia tenía una barrera, una barrera que había creado hacía mucho tiempo y que ni ella misma sabía derribar.
Tenía un nudo en la garganta, no sabía qué hacer y no sabía si tenía fuerzas para tomar una decisión.

Dana suspiró cuando llegaron, hacía frío, mucho frío, Alfred se acercó a ella y le dio un beso en los labios, ella se lo devolvió, estaba nerviosa, mucho, no le había dado muchos detalles sobre la reunión con esos abogados, solo que tenía que ir a hablar con Amaia lo más pronto posible.
Cada vez que Alfred le hablaba de se ex algo cambiaba en el ambiente, no sabía cómo explicarlo, y alguna vez lo había intentado, pero su voz se volvía más ronca, su mirada más brillante y había como electricidad a su alrededor, Dana no estaba preocupada por eso, habían dicho mil veces que iban a disfrutar el uno del otro sin pensar en nada más, los celos, las inseguridades y cualquier cosa que les quitara momentos felices no tenían cabida entre ellos, pero aquel viaje era distinto, tenía los sentimientos a flor de piel, en menos de un mes sus caminos se iban a separar probablemente para siempre y no le gustaba la idea que justo al final de ese bonito camino que había sido estar con Alfred, algo hiciera que la ecuación cambiara.

—¿Sabes dónde está su piso?
—Creo que nunca podré olvidar ese piso.

Cogieron un taxi, Alfred no soltó la mano de Dana en ningún momento, pero no decía nada, estaba ensimismado y pensativo, llegaron al lugar indicado, pagaron al taxista, sacaron la maleta y las mochilas del maletero, se acercaron al portal y llamaron al timbre,

—¿Si?
—Emmmm... Hola, Carlos, soy Alfred...

Sin decir nada, el sonido de la puerta abriéndose les indicó que podían pasar.

No había sido una mañana muy dura, no había tenido que lidiar con ninguna calienta estúpida, había pasado muchas horas ordenando cosas porque no había nadie, horas que había dedicado a pensar, sopesar, recordar, el nudo de su garganta se había apretado tanto que parecía que en cualquier momento la iba a ahogar.
Con un cigarro a medias entre los dedos, sacó las llaves y abrió el portar, antes de entrar dio una última calada y lo apagó, decidió subir por las escaleras, cuando, llegando casi a su rellano, escuchó música, escuchó su guitarra y una canción que no conocía en una voz que conocía demasiado, se quedó parada intentando asimilar lo que estaba oyendo... Podía ser Ana enseñándole un vídeo a Carlos, si, lo más probable es que fuera eso... Él no estaba allí, no podía estar allí...
Después de unos minutos que parecieron horas, la música no cesaba, se armó de valor, fue hacia su puerta y abrió.

—Podías tocar esa que me enseñaste la noche de la playa...

La voz de Dana se quedó muda y atascada en su garganta, era la única que miraba hacia la puerta y sus ojos se clavaron en los de Amaia, segundos, fueron segundos en los que ambas mujeres mantuvieron la mirada, Dana retiró la mano de la pierna de Alfred casi por inercia, el nudo de la garganta de Amaia se apretaba más y más. Carlos, Ana y Alfred miraron en la dirección de los ojos de Dana.

—Niña, ya has vuelto, ¿qué tal el trabajo hoy?

Silencio, un silencio tenso y peligroso. Ana y Dana se miraron, preocupadas, Carlos se levantó, pero se quedó en el sitio cuando se dio cuenta de que Amaia y Alfred se estaban mirando a los ojos fijamente, casi sin parpadear, minutos, minutos en los que el salón se llenó de algo inexplicable, de eso a lo que Dana se refería pero multiplicado por infinito, tragó saliva sin saber qué hacer.

—Fuera.

Carlos frunció el ceño y dio un paso hacia su mejor amiga, Ana le cogió la mano a Dana, ella también lo había notado.

—Fuera, todos.
—¿Cómo?—preguntó Carlos.

Amaia cortó la conexión visual con Alfred y volvió al mundo real, vio como Ana se levantaba del sofá y, tirando de la mano de aquella chica que no conocía pero que podía intuir quién era, iban hacia dónde ella estaba, cerca de la puerta, para salir de la casa. Carlos se acercó y, sin hablar, le preguntó si estaba segura de ello, ella asintió y él recorrió los mismos pasos que las chicas, cuando la puerta de la calle se cerró, dejó salir todo el aire de sus pulmones.

—Amaia...

Alfred no apartó la mirada de ella en ningún momento, la vio andar de un lado a otro, la vio coger el paquete de tabaco y volver a dejarlo, la vio pasarse las manos por la cara y quitarse la coleta que tenía que hacerse para trabajar, el pelo se deslizó en cascada por sus hombros y su espalda.

—Amaia...

Dejó la guitarra encima del sofá y se levantó, no se acercó, permaneció de pie, frente a ella, que seguía sin parar de moverse de un lado a otro.
Le ardían la piel, la garganta y los ojos, le agobiaba el aire que respiraba, volvió a pasarse una mano por la cara, después de ese fin de semana, de la presión por decidir, de los recuerdos, de la mala noche que había pasado, del trabajo de mierda que había decidido ella sola tener, de la vida a la que se había anclado ella sola por un absurdo y falso sentimiento de control.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Todo se le vino encima, los sentimientos, la culpa de haber dejado morir su relación, la culpa de no haber estado a la altura cuando debería haberlo estado, la culpa de haber sido una niñata que tomó malas decisiones escudándose en algo irreal, el dolor de haber dejado de ser ella durante tanto tiempo, el dolor de haber perdido todo lo que le importaba, el dolor de no saber seguir, de no saber quitarse todo lo malo de encima y empezar de nuevo de verdad...
Alfred dio otro paso hacia ella, sus ojos volvieron a encontrarse, todo se quedó suspendido en el aire durante segundos.

—¿Qué coño estás haciendo aquí?

Le agarró de la manga de la camisa que llevaba puesta por la parte del hombro, arrugo la tela entre sus dedos con fuerza, le temblaban las manos, no pudo evitar dejar salir un sollozo, un simple sollozo que hizo que todo explotar dentro de ella y se rompiera, las lágrimas empezaron a caer sin control por su mejillas, el nudo de su garganta desapareció y se perdió con ellas, temblaba, pensaba que se iba a desmayar y de sus labios solo salía la misma pregunta una y otra vez entrecortada por el llanto.
Alfred la atrajo hacia su cuerpo, la abrazó con fuerza intentando que parara de temblar y llorar, intentando que el dolor que acaba de ver en su mirada desapareciera, porque a pesar de todo eran ellos, ocurriera lo que ocurriera, estuvieran separados por kilómetros o por centímetros, aunque sus corazones pertenecieran a otras personas, aunque amaran a otros, aunque se hubieran hecho daño, aunque una mirada y un recuerdo les doliera tanto que quisieran arrancarse la piel...
Amaia soltó la tela de la camisa y rodeó el cuello de Alfred posando sus manos en la nuca de él, se refugió en su pecho y dejó que todo saliera, que todo se fuera de su interior, quería quedarse vacía, quería desaparecer...

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