59. Esta noche.

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El piso estaba en penumbra, tenía todas las persianas bajadas porque siempre que salía del local de tocar a altas horas de la noche se iba a dormir, después de cenar algo, hasta que su cuerpo aguantara, y no quería que el amanecer le molestara.
Ella estaba acostumbrada al pequeño estudio, no se chocaba con nada de lo que había por medio, pero no quería que Alfred se hiciera daño con algo, encendió la luz del salón y se fue hacia la cocina que, a diferencia de su piso de Pamplona, estaba en otra habitación separada.

—¿Quieres tomar algo? ¿Una copa? ¿Un chocolate?

Alfred se había separado de sus labios y sin decir nada tiró de su mano hacia el portal para que lo abriera, subieron en el ascensor en silencio, manteniendo una distancia prudente, y cuando se paró en la planta correspondiente fue Amaia la que tiró de su mano para llevarle hasta la puerta de su casa, se sonreían, parecía que no podían evitarlo.
Al entrar, a pesar de la oscuridad y hasta que se le acostumbraron los ojos, pudo percibir el olor a Amaia por todos los rincones, todo olía a ella, era un olor tan característico y que le producía unas sensaciones tan familiares que su cuerpo se relajó al instante, vio la sombra de Amaia adentrarse en el piso, pero él se quedó quieto hasta que ella dio una luz, fue hacia allí para ver cómo ella entraba por otra puerta.

—Lo que tú quieras.

Mientras oía como trasteaba en la cocina con lo que pudo intuir que eran vasos y botellas, empezó a caminar por la pequeña estancia, todo lo que había allí era un caos, pero un caos con nombre propio, todo rezumaba el nombre de Amaia, la guitarra tirada en el sofá rodeada de partituras, varios bolígrafos, un teclado en una esquina, con más partituras encima, algo de ropa, flores en un jarrón, un paquete de galletas...
Se acercó al sofá y recogió las partituras dejándolas bien ordenadas sobre la mesa, cogió la guitarra entre sus manos, la última vez había sido cuando fue al piso de Pamplona para contarle lo de los abogados, Dana estaba a su lado y Amaia seguía alejada de la música, cuantas cosas habían cambiado, pasó las yemas de los dedos por las cuerdas intentando no hacer mucho ruido para no molestar a los vecinos a esas horas justo cuando Amaia apareció de nuevo en el salón con dos copas.

—¿Aún lo recuerdas?
—Hay cosas que no se olvidan.

Amaia cogió la guitarra de las manos de Alfred y la dejó encima de la mesa haciendo que los papeles que acababa de ordenar se volvieran a descolocar, le dio su copa y ella dio un trago a la suya, el alcohol quemó su garganta mientras miraba como él también bebía.
Se quedaron en silencio, Alfred se recostó en el sofá y cerró los ojos mientras le daba vueltas a su copa, ella no podía dejar de mirarle, estaba allí, en su piso, en su nuevo hogar, en su nueva vida, y parecía que nada hubiera pasado en realidad, eran ellos, solos, en un sofá, sin nada más.

—Alfred...
—Dime.
—¿Aún es pronto para hablar de cosas serias?

Abrió los ojos, se giró para mirarla, dio un trago a la copa, la dejó en la mesa, justo al lado de la guitarra, y se tumbó apoyando su cabeza en los muslos de Amaia.

—Si y no.
—¿Eso qué quiere decir?
—Que es pronto porque no quiero empañar este momento, pero que no lo es porque necesitamos hablar de muchas cosas.

La sonrisa de Alfred lo iluminó todo y se amplió a niveles que ella creía no recordar cuando empezó a acariciale los rizos despacio, siempre había sido muy maniático con su peinado, pero en la intimidad siempre dejaba que ella le acariciara, que jugara con los mechones, incluso alguna vez se había quedado dormido por ello.

—Yo tampoco quiero que este momento se empañe.

Volvieron a quedarse en silencio, escuchando sus respiraciones tranquilas, Amaia bebió de su copa de nuevo, sin dejar de acariciarle con la otra mano.

—¿Puedo decirte una cosa?
—Puedes decirme lo que tú quieras, siempre, Amaix.
—Cuando viniste a Pamplona, cuando te vi con ella, cuando a pesar del tiempo, del dolor, de todo, viniste para decirme que podíamos cerrar una etapa, cuando me volviste a llamar Amaix, cuando me di cuenta que los nuestro, la magia, seguía ahí, intacta, tuve sentimientos encontrados.
—¿Qué sentiste?
—Principalmente remordimientos y culpabilidad, sentí que tenía la culpa de haber perdido algo que seguía ahí, en ese momento aún no había asumido muchas cosas...
—Fueron las circunstancias, nadie es culpable.
—No, Alfred, tuve la culpa de muchas cosas que nos pasaron y lo he asumido, no voy a seguir flagelandome por ello, pero quería que supieras que uno de los detonantes de que ahora estamos aquí, de que yo vuelva a ser yo misma, fue esa visita.
—Yo también tuve la culpa de muchas cosas que nos pasaron, pero tienes razón, ambos lo hemos asumido y es el momento de seguir adelante, creo que ambos necesitábamos que se hiciera justicia con Anahí y eso nos ha ayudado muchos a los dos.

Ambos sonrieron y Alfred cerró los ojos.

—¿Crees que podremos tener una nueva oportunidad para hacerlo bien entre nosotros?
—¿Qué es hacerlo bien?
—No lo sé.

Amaia se terminó su copa y la dejó encima de la mesa también.

—Me da un poco de miedo.
—¿El qué?
—Arrepentirme de no haberlo intentado.
—No hay que arrepentirse de nada, Amaix, las cosas pasan o no pasan, y debemos seguir adelante, siempre.

Cerró los ojos como él y empezó a bajar las yemas de sus dedos desde su pelo hasta su mejilla y después por su cuello.

—¿Tú lo notas?
—Claro que lo noto, lo noté desde la primera vez que te vi.

La mano de Amaia siguió bajando hasta posarse sobre su pecho, donde él empezó a acariciar su brazo despacio, notó, bajo sus dedos, como la piel se erizaba ante eso pequeño contacto, permanecieron con los ojos cerrados, sintiendo las caricias.

—¿Y ella?
—Ella ya no está.
—Pero estuvo.
—Si, siempre estará en mi corazón y mis recuerdos, la he querido mucho, lo iluminó todo.
—Como una estrella fugaz.
—No quiero hablar de ella, quiero que se quede para mí, ha sido muy importante, es algo...
—Vale, te entiendo, solo quería...

Amaia se quedó en silencio, Alfred abrió los ojos para mirarla, tenía el gesto tranquilo pero la conocía muy bien, demasiado bien, se incorporó, pero ella no abrió los ojos, se sentó a su lado y le cogió de la barbilla para que le mirara.

—Hemos dicho que no íbamos a empañarlo, por favor, Amaix...

Sus miradas se encontraron, se miraron a los ojos durante segundos y ambos tomaron una decisión: esa noche, o lo poco que quedaba de ella, no iban a hablar más, iban a sentir y no se iban a arrepentir de ello pasara lo que pasara a la mañana siguiente, lo significara todo o simplemente fuera una despedida que sus cuerpos, sus mentes y sus corazones necesitaban.
Amaia fue la primera en moverse, volvió a pasar la mano por su nuca mientras se sentaba a horcajadas sobre sus piernas, apoyó su frente en la de él, sin dejar de mirarle, las manos de Alfred empezaron a acariciar su espalda, despacio, haciendo que con cada roce su piel se erizara aún más.

—Hagamos magia está noche.

Las palabras susurradas y roncas de Alfred le llegaron a Amaia como una descarga eléctrica a un punto muy concreto de su cuerpo, la ropa no tardó en hacer compañía a los papeles revueltos. La piel de ambos reconocía el tacto, sabían dónde morder, lamer o presionar, sabían cómo hacer que el placer y el deseo llegara a los puntos más altos.
Se dejaron llevar entre recuerdos y sentimientos, algo estalló dentro del pecho de Amaia cuando la lengua de Alfred acarició su clítoris por última vez antes del primer orgasmo que tendría ella, algo reventó cualquier obstáculo mental que Alfred tuviera cuando se hundió, con el último movimiento de caderas, dentro de ella y se corrió con violencia dentro del condón que hacía de única barrera entre ellos.
Los gemidos de ambos, los jadeos de ella, los mordiscos de él, hicieron que ambos cayeran rendidos en el sofá cuando fuera de aquel piso la vida ya lleva horas puesta en marcha y que las persianas les protegían de ella.
Se quedaron dormidos, uno en brazos del otro, escuchando sus corazones y sabiendo que por fin, pasara lo que pasara a la mañana siguiente, lo habían hecho bien...

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