Capítulo 1

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Creo que nunca olvidaré el día en el que el señor Bianchi posó tranquilamente su mano sobre mi hombro al encontrarse conmigo en la escalera de mi edificio, dejando atrás el cadáver de mi padre, con los sesos desparramados sobre la alfombra y mi madre llorando su asesinato.

Aquella mano fría y pesada supuso el final de una infancia que se me antoja bien corta. «No es nada personal, hijo», me confesó. El señor Bianchi sonrió, se apartó de mí y bajó las escaleras hacia la calle. Yo tenía tan solo siete años cuando ocurrió aquello, el 12 de julio de 1929. 

Desde aquel día, en nuestro apartamento de Little Italy en el que vivíamos Mamma, Matteo, Tosca, mis abuelos y yo se notó mucho la ausencia de Papà, sobre todo al comenzar la crisis en octubre, tras el crac del 29. Los ingresos del trabajo de mi madre en la fábrica y los de la frutería de mis abuelos menguaron considerablemente. Ella se dejaba la piel desplumando pollos, pero aún así no llegaba para mantener a tres niños en crecimiento. 

A mis abuelos les dolió en el alma tener que cerrar su pequeña frutería de Hester Street. Aquel negocio había sido lo que les había permitido adquirir nuestra casa al poco tiempo de llegar a Nueva York, con mi padre siendo un bebé.

Con el paso de los meses y al ver que la situación no mejoraba, las discusiones se volvieron cada vez más frecuentes en casa.

—¡Ningún hijo mío pedirá limosna mientras yo viva! —gritó un día mi madre, tras haber encontrado a Matteo acosando a los viandantes con su gorra, tratando de conseguir alguna monedilla.

—Mujer, tranquila, él solo pretendía ayudar —dijo nonna Francesca, tan conciliadora como siempre.

Mi madre zarandeó de nuevo el brazo por el que tenía cogido a mi hermano.

—¡Esto es una vergüenza! ¡Una deshonra para nuestra familia! ¡¿Qué diría Fabrizio, eh?!

—¡Diría que soltases al niño! —protestó nonno Stefano—. ¿Qué tiene de malo, eh? ¡Somos pobres! ¡Lo hemos perdido todo! La sopa está más aguada últimamente, todos lo hemos notado, y los niños están hechos un asco. ¡Que pida! ¡¿Qué más da ahora?! Nosotros somos viejos —Se señaló a sí mismo y a la nonna—, ya nadie nos querrá contratar, pero al chico... Tiene doce años, puede que lo quieran en alguna parte.

—¡Matteo no va a trabajar! —dijo mi madre—. Él no... —Su voz empezó a sonar como un llanto suave—. Fabrizio no... no lo hubiera permitido.

Mi madre soltó a mi hermano y se sentó a llorar en una de las sillas de la cocina. Estaba cansada de tanto trabajar sin conseguir ninguna mejoría en la economía familiar. Hacía horas extras, muchas, y apenas pegaba ojo. Matteo se apartó de ella y se apoyó en la pared, a nuestro lado. Yo miré a Tosca, sin saber que hacer. La nonna se acercó y la abrazó.

—No llores, cariño...

—¡¿Por qué a nosotros?! —se lamentó mi madre.

Mi abuelo se sentó a su lado y le cogió la mano.

—Saldremos de esta —aseguró.

No importaba el número de veces que discutieran: mis abuelos y mi madre se querían mucho. Ellos también habían sufrido el hambre y la pobreza en su juventud, al fin y al cabo eso era lo que les había llevado a emigrar a los Estados Unidos, y jamás nos hubieran dejado solos. Éramos la mujer y los hijos de su hijo, tenían que estar con nosotros.

Por aquel entonces, los tres hermanos no éramos muy conscientes de lo que ocurría a nuestro alrededor y pensábamos que aquellos días de tristeza pronto pasarían. Estábamos terriblemente equivocados (por algo los años treinta se conocen como la Gran Depresión), pero la infancia hace que todo se vea con ojos más inocentes.

Quizás aquellos ojos inocentes fueron los que me llevaron a hacerme amigo de un negro.

Mi amigo de toda la vida y vecino, Giovanni, y yo encontramos a Jacob lamiéndose la mano en un callejón apartado. Habíamos llegado hasta allí huyendo de unos chicos mayores que siempre se metían con nosotros.

El pobre estaba muerto de hambre, más que nosotros, y se lamía la mano más que nada por tener algo que llevarse a la boca. Parecía algo menor que nosotros y tenía los pies descalzos.

Me acerqué a las cajas entre las que estaba escondido. Él se encogió, asustado y avergonzado.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

Giovanni me dio un manotazo en el brazo.

—No le hables, Luca. ¿No sabes lo que dice mi padre de la gente «como él»? No quiero problemas.

—¿Dónde están tus padres? —pregunté, sin hacer caso a mi amigo.

Jacob negó con la cabeza.

—¿No tienes? —Asintió—. ¿Tienes hambre? —Volvió a asentir—. Iré a por algo. Gio, cuida de él.

—Ni lo sueñes. —Me agarró el brazo—. Luca, déjalo.

—¿A ti te gusta cuando no nos dejan entrar en algún sitio por ser «italianos»? ¿O cuando nos escupen por la calle? —Gio me soltó, con la mirada gacha—. Eso me parecía. ¡Volveré enseguida!

Cuando volví, después de coger medio panecillo que había quedado del desayuno, Gio estaba sentado a su lado, limpiándole la sangre que le salía de la herida que se había hecho de tanto roerse la mano.

Se lo tendí al niño y este lo devoró con ferocidad. No me dio las gracias, pero la sonrisa que me dedicó hizo que hubiera valido la pena.

Al principio, Giovanni lo miraba con superioridad y desconfianza, pero pronto lo aceptó como uno más. Jacob vivía en la calle. Cada día dormía en un sitio diferente y no había nadie que cuidase de él. Jacob era un recordatorio constante de que debía ser agradecido, pues siempre habría alguien que tuviera menos que yo. Nadie de nuestros círculos sabía de su existencia, ni siquiera mi madre. Jacob era nuestro secreto: un niño tímido, poco hablador pero un amigo fiel.

Los tres solíamos jugar a los vaqueros o a las carreras en la calle y la única diferencia que había entre nosotros era que, a las ocho, Giovanni y yo volvíamos a nuestro edificio de la calle Mott, mientras que Jacob se iba a buscar un lugar cubierto en donde pasar la noche.

—Oye, ¿aquí no falta comida? —preguntó un día mi abuelo.

—No, que va —contesté nervioso mientras ponía la mesa—. ¿Cómo va a faltar?

—Alguien está comiendo de más —aseguró mi abuelo—. Lo noto. Cada vez faltan más cosas en esta casa.

Me quedé en silencio. Llevarle la contraria a mi abuelo era una mala idea, sobre todo cuando tenía razón. Parecía que me había pillado.

Tosca y mi madre entraron en la cocina.

—Laura, aquí faltan cosas —gruñó mi abuelo.

—¡Es Luca, lo he visto! —se chivó Tosca.

Estaba enfadada conmigo porque llevaba dos días escaqueándome de limpiar el polvo y las ventanas y le había tocado a ella hacerlo.

—¡Eso no es verdad! —contesté.

—¿No? ¡No mientas! ¡Te vi con mis propios ojos!

—¡Basta! —nos interrumpió mi madre— Me duele la cabeza. —Se acercó a mí y apoyó su mano sobre mi hombro—. ¿Es cierto, Luca?

—Sí... —contesté asustado.

Me esperé un grito o un bofetón, pero en cambio, ella me abrazó.

—Lo siento —sollozó sin soltarme—. Lo siento mucho. —Me besó la cabeza.

Yo no entendía por qué me decía que lo sentía. Con los años, llegué a la conclusión de que se estaba disculpando por la situación en la que estábamos y porque pasábamos hambre. Creo que nunca llegué a confesar que robaba comida para mantener con vida a mi amigo.

Little ItalyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora