Capítulo 41

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Andrew estaba llorando sobre una de las sillas de la casa de Helen. Le acababa de decir que le había conseguido un trabajo en la armamentística y él se había emocionado.

—¿Sabes cuánto tiempo llevo sin trabajar, Luca? Desde que volví de Francia. No sé si estaré a la altura.

—Claro que sí. —Sonreí—. Yo te enseñaré.

—Gracias, Luca. —Me miró a los ojos—. Muchas gracias. Es... como si últimamente la vida me hubiese dado una nueva oportunidad. Y me da miedo perderlo. Ahora vivo con Helen. La quiero como a nada en este mundo y ella a mí. Me han dejado de doler las articulaciones y la espalda y ni siquiera siento la necesidad de volver a beber. ¡Seguro que Frank me echa de menos! —bromeó—. Creo que todo ha cambiado, y veo la vida con otros ojos, Luca. Me despierto y pienso en qué me deparará ese día, no en cuando me moriré para dejar de sufrir. Por primera vez en años tengo esperanza. Ya no recordaba qué se sentía... ¡Incluso me he afeitado! —Rio, todavía con lágrimas en los ojos, pero al menos eran de alegría.

—Lo sé, lo sé.

—No sé cómo puedo agradecértelo.

—Me conformaré con que un día me invites a una cerveza en el Cúinne. 

—Por supuesto.

Se levantó y me abrazó. Era tan extraño verlo sonreír sin que fuese de ironía, tan extraño verlo llorar sin que fuese de dolor... Bueno, eso y verlo afeitado. Eso era lo más extraño de todo.

Me despedí de Andrew y Helen y los dejé solos para que pudiesen celebrar la noticia. Había empezado a anochecer. Por el camino, me crucé con Jacob y Margot. Los saludé, pero ni me vieron. Estaban demasiado ocupados hablando el uno con el otro. La poca gente que quedaba en la calle a aquella hora los miraba. Jacob y Margot iban cogidos de la mano. En aquella sociedad racista, que una mujer blanca como ella se relacionase con mi amigo estaba muy mal visto. Por no hablar de las relaciones sexuales o el matrimonio entre razas, que aunque en Nueva York no era ilegal, en muchos otros estados sí que lo era. A Margot y a su familia les daba igual eso. Creían en un mundo donde todos era iguales, independientemente de la raza, el sexo, la orientación sexual o la clase. Eran unos adelantados a su época. Pero desgraciadamente, la pareja tenía que mantener su relación en secreto para evitar problemas. Y yo estaba tan distraído viéndolos que ni me fijé en Misae hasta que me golpeó el brazo.

—¡Hey! —saludó—. Llevo un buen rato llamándote a tu espalda. La gente debe pensar que estoy loca. —Rio.

—Hola, Misae. ¿Qué haces? ¿Paseando al perro?

—Más bien arrastrándolo...

El perro de Misae era muy viejo. Viejo y extraño. Nunca había visto uno igual. Era pequeño y rojizo, con las orejas cortas, la cola enroscada y el cuerpo musculoso. No se parecía en nada a Amelia, que ya era un perro adulto.

—¿Cuántos años tiene? —pregunté.

—Si te lo digo, no te lo crees. Tiene dieciséis. Es el hijo de una pareja de shiba's que se trajo mi padre a los Estados Unidos. Sus padres ya murieron, pero él sigue aquí. Y parece que para el resto de la eternidad...

—Cualquiera diría que no te gusta mucho... —Reí.

—Lo detesto. Estoy deseando no tener que volverlo a pasear.

—Pobre animal. —Reí.

Me agaché para intentar acariciarlo, pero me enseñó los dientes así que aparté la mano.

—Qué agradable... ¿Vuelves a casa? —le pregunté.

—Sí.

—¿Dónde vives? 

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