Capítulo 40

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Habían pasado varios meses desde nuestra visita a Anthony en Princeton. Él había prometido volver en vacaciones y escribir cada semana. Ahora éramos nosotros los que recogíamos y enviábamos el correo, para asegurarnos de que nuestro abuelo y nuestra madre no se metían en medio. La discusión con ellos fue monumental, especialmente entre Tosca y mi madre. Yo sabía que mi madre no lo hacía con maldad y que sólo estaba preocupada, o al menos eso quería creer, pero se había pasado de manipuladora. Tosca y Anthony eran libres de escoger, incluso si sus decisiones conllevaban dolor, y no estaban dispuestos a permitir que nadie los separase nunca más. 

Aquel día estaba trabajando en la fábrica, y todavía me quedaban dos horas por delante. Me moría de ganas de acabar la jornada porque era viernes y quería ir al cine a ver ¡Qué verde era mi valle!, de John Ford. Me la había recomendado Randall y él decía que era su favorita para los próximos Oscars. La película se hizo con la estatuilla pero, aunque me gustó cuando la vi, seguía prefiriendo Ciudadano Kane. Ya el año anterior había ganado Rebecca el premio a la mejor película, en vez de Las uvas de la ira (también de John Ford), que en mi opinión, se lo merecía mucho más. Cada vez que John Ford estrenaba una película, iba corriendo a verla. Siempre fue uno de mis directores de cine favoritos. 

—Luca. 

Misae me distrajo del trabajo (o más bien de mis pensamientos sobre la película) y levanté la cabeza. 

—¿Sí?

—Volta me ha pedido que te pregunte si te apetece ir a tomar un café con él cuando salgas.

Inconscientemente puse mala cara y ella se sorprendió.

—¿Tan mal te cae? —Rio.

—No es eso. —Suspiré—. Quería ir al cine.

 —Pobre. Qué penita me das —ironizó y puso morritos—. ¿Entonces que le digo?

—¿Por qué te usa de paloma mensajera? —Reí sin contestar a su pregunta, lo que hizo que pusiese los ojos en blanco.

—Ya sabes como es. ¿Sí o no, Luca? Tengo más cosas que hacer.

—Supongo que sí. La película puede esperar.

Sonrió y se marchó a trasmitirle mi respuesta al señor Volta.

Misae me caía bien y siempre se acercaba a saludarme en los descansos. La consideraba una amiga. Solía pasarse por mi puesto de trabajo para meterse conmigo y charlar. Tenía un carácter fuerte, muy similar al de mi hermana, algo que no muchos encontraban agradable. ¿Una mujer que respondía? ¿Que fumaba y protestaba cuando algo no le gustaba? Las preferían sumisas, sin voz y con la falda corta. Pero tampoco demasiado corta. Eso era un escándalo.

Estaba haciendo números para encontrar una escusa para escaquearme de mi cita sin parecer maleducado cuando Henry me golpeó la espalda.

—Vaya, vaya... nuestro pequeño Fast Hands es todo un conquistador. —Rio—. Le gustas.

—¿«Conquistador» yo? No me hagas reír. 

—Mira a Polifemo. Qué cara de asco se le ha quedado.

Miré a mi compañero, y efectivamente tenía una mueca de asco y envidia en la cara.

—Solo es una amiga. —Intenté volver al trabajo.

—Qué ciego estás. La vi tomar aliento y temblar antes de acercarse a hablar contigo. Y luego se marchó muy contenta y sonrojada.

—¿Tú crees que le gusto? —le pregunté.

—Es lo que te intento decir, idiota. 

—Estoy seguro de que te equivocas. —Reí.

—¡Yo no me equivoco en temas del corazón! —Fingió indignación—. Deberías invitarla a salir, te sentará bien relacionarte con una mujer. Hueles a virgen a dos kilómetros a la redonda.

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