Capítulo 25

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Anthony llevaba dos meses en la universidad de Princeton, estudiando matemáticas, como él quería. Sus notas en la prueba de acceso habían sido sobresalientes, incluso sin casi haber asistido a clase. Él tenía un don para los estudios. Nunca olvidaba una fecha, hablaba francés y alemán con fluidez y era un hacha en cálculo mental. No solía presumir de ello, en realidad, parecía que le avergonzase. Sus padres nunca lo felicitaron ni premiaron su esfuerzo. De hecho, le había costado mucho convencerlos para que le dejasen estudiar lo que él quería y no derecho. En este caso, que su padre no esperase nada de él lo ayudó: creía que con tal de que estudiase algo, podría hablar de su hijo sin que se le cayese la cara de vergüenza más de lo que ya lo hacía. Tendría que aprender a resignarse y a aceptar que Anthony no era el hijo que él deseaba. Nunca lo había sido.

Todos lo echábamos de menos. Estaba en una residencia para estudiantes, y no regresaba a su casa ni los fines de semana: no quería volver a ver a su padre. Allí era feliz y no tenía miedo. Podía ser él mismo. Había hecho nuevos amigos, le iba bien en clase y hasta lo habían cogido en el equipo universitario de fútbol americano, pero no nos había escrito ni una sola carta desde su ida. Ni Gio, ni Jacob, ni yo teníamos noticias de él. No teníamos ni idea de si se habría adaptado bien a la vida universitaria. Por un lado, queríamos tomarnos su silencio como una muestra de su felicidad. ¿Pero de verdad estaba tan contento cómo para olvidarse por completo de sus amigos? Aunque ninguno de nosotros lo llegó a decir, todos temíamos que hubiese encontrado unos nuevos amigos mejores que nosotros, de su misma clase social y edad.

Un día, limpiando el polvo, me encontré con varios borradores de Tosca sobre la mesilla que estaba junto a su cama: intentos de escribirle. Ni siquiera me había preguntado como estaría llevando ella su ausencia. Unas cartas eran más sentimentales, otras, más frías, pero en todas ellas, básicamente le decía lo mucho que deseaba volver a verlo y hablar con él, pero no se había decidido a enviar ninguna. Quizás pensase que Anthony ya la había olvidado, o que simplemente se había aburrido de ella. Nadie se explicaba su silencio.

Pero un día, llegó una carta a casa:

—¡Tosca! —La llamó mi abuelo, que acababa de llegar a casa y llevaba tres sobres en la mano.

Ella entró en la cocina con el pelo a medio peinar.

—Esta es para tí.

Se la puso en la mano, y después de ver que era de Anthony, una sonrisa muy brillante apareció en su cara. Yo, que en ese momento estaba leyendo en el periódico los últimos avances de la guerra que había empezado el uno de septiembre, levanté la vista del papel, intrigado, y pregunté quién era el remitente. Estaba tan emocionada, que apenas era capaz de sacar la carta del sobre.

—Anthony —contestó mi abuelo por ella.

—¿A ver?

Me acerqué para leer su contenido, pero ella se giró bruscamente, impidiéndomelo.

—Es para mí —dijo—. Lo pone en el sobre.

No entendía por qué me la ocultaba así, pero todavía me costaba más entender por qué Anthony le había escrito a ella y no a mí. Tosca se sentó a leerla en el sofá, y cuando terminó, parecía un poco decepcionada. De todas formas, se veía que le había gustado recibir noticias de él.

—Nonno, ¿podemos celebrar el Día de Acción de Gracias?

Mi abuelo levantó las cejas, extrañado:

—¿Y eso?

Nosotros no celebrábamos nunca el Día de Acción de Gracias. No había ningún motivo concreto para que no lo hiciésemos, solo falta de costumbre. En cambio, sí que nos gustaba desde niños el Día de la Independencia, el cuatro de julio, debido a los fuegos artificiales y las decoraciones patrióticas, aunque eso no era nada comparado con la Fiesta de San Gennaro. Ese día, Little Italy se llenaba de color y de música. Era la fiesta de nuestro barrio, de la que estábamos muy orgullosos.

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