Capítulo 55

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Aquel primer ataque sobre la Línea Gustav fue un completo desastre. Se había improvisado a toda prisa para que coincidiese con el desembarco en Anzio el 2 de enero y subestimaron las defensas alemanas. Los Aliados sufrieron importantes derrotas tanto en la zona centro de la línea de ataque, como en la izquierda. Únicamente en el extremo derecho se realizó algún avance. Nuestra división, la 34.ª estadounidense, consiguió cruzar el río, y tras ocho días, llegamos al pie de la montaña. Nuestro objetivo era escalar las empinadas colinas hacia el monasterio. Luchamos durante una semana, apoderándonos de los peñascos desde los que los alemanes nos disparaban sin descanso. Nos tuvimos que detener a tan solo novecientos metros de distancia del monasterio. Estábamos absolutamente extenuados tras días escalando la montaña y durmiendo lo justo y necesario para no volvernos locos. Muchos tildaron nuestro avance de «gran hazaña». Yo solo podía pensar en los más de dos mil soldados muertos que habían quedado a nuestras espaldas, el ochenta por ciento de la infantería.

Me desperté con el ruido de un nuevo grupo de indios ascendiendo por la colina. Ellos nos habían sustituido para que pudiésemos descansar en la retaguardia, y por lo que sabíamos, era probable que pronto hubiese una nueva batalla. Iban a proseguir el ataque desde donde nosotros nos habíamos detenido. Su objetivo principal era avanzar por la cresta Cabeza de Serpiente y alcanzar la cota 593, desde donde se iniciaría el ataque al monasterio. Fred solía burlarse de ellos, pero yo los admiraba. Había escuchado muchas historias acerca de la 4ª división india. Además de los indios, también habían llegado muchos neozelandeses, aunque ellos atacarían la ciudad situada a los pies de la montaña, por lo que no habíamos visto ninguno hasta el momento.

—Buenos días —saludó Turner—. Aunque casi es la hora de comer.

Habíamos tenido que aprender a dormir mientras marchábamos y aquella era la primera vez en días que echaba una siesta de verdad. Me senté y agarré mi cantimplora. La miré con dudas y la moví un poco, observando el líquido del interior. Sabía que estaba siendo estúpido y que necesitaba beber para vivir, pero lo cierto es que le había cogido pánico al agua y a ahogarme. Me la llevé lentamente a los labios y empecé a tragar. Entonces Fred me agarró por la espalda y me gritó:

—¡Bu!

Logró asustarme y me salió el agua por la nariz. Me puse a toser como un loco, como si me estuviese ahogando otra vez. 

—Fred, no ha tenido gracia —lo regañó David.

—¡Venga, Doc!¡Sabes que está siendo ridículo! Algún día tendrá que empezar a beber sin miramientos. 

Cuando dejé de toser, le dediqué una mirada de odio. Él no lo comprendía, no sabía lo que era estar cubierto de agua sin la posibilidad de respirar. Me limpié con el dorso de la mano las últimas gotas que habían quedado sobre mis labios mientras Fred se sentaba.

—Odio ese jodido monasterio. ¡¿Por qué coño no lo bombardean de una vez?! —dijo antes de partir un pedazo de pan y metérselo en la boca.

—¿Me das un poco? —pidió Jesse.

—No. Pronto te darán tu comida. No me he esforzado en mangarlo para ahora tener que compartirlo contigo.

Empezaron a discutir, pero dejé de prestarles atención. Observé el monasterio. La abadía de Montecassino coronaba la montaña con sus paredes blancas. Su imagen imponente se había ganado el odio de la mayor parte de los soldados aliados. Se veía tan cercano y tan inalcanzable a la vez... No quería que lo bombardeasen. Aquella majestuosa construcción mucho más antigua que nosotros no merecía ser destruida por los aviones. Me moría por poner mis pies en ella y observar desde allí el valle del Liri. Las vistas debían ser espectaculares, aunque eso era precisamente lo que nos producía uno de nuestros mayores problemas: los alemanes podían ver cada uno de nuestros movimientos.

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