Capítulo 60

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Durante tres maravillosos y agotadores días, Laura y yo recorrimos juntos toda la ciudad. Me mostró cada rincón y cada secreto. Me llevó al Panteón, al Foro Romano, al Coliseo, a la Fontana di Trevi, a la basílica de San Giovanni in Laterano y a la de Santa Maria Maggiore, así como a muchos otros lugares. Tenía los pies destrozados de tanto caminar, pero no quería perderme ni por un instante su compañía. Todos aquellos lugares pasaron a un segundo plano. Mi atención estaba puesta en Laura. Cada sonrisa, cada movimiento, cada parpadeo... Era maravillosa.

—Cómo te gustan las escaleras...

Nuestro cuarto día juntos estaba llegando a su fin. El anochecer se cernía sobre nosotros, pero ninguno de los dos quería separarse todavía, así que estábamos atrasando todo lo posible nuestra despedida. Ella me había llevado hasta la Piazza di Spagna y nos encontrábamos frente a la escalinata que llevaba a la iglesia de Trinità dei Monti. Acaricié el agua de la Fontana della Barcaccia.

—¿Sabes qué me encanta de esta ciudad?

—Yo. —Rio.

—Aparte de ti. —Reí también—. Que haya tantas fuentes. Se agradecen con este calor.

—El diseño es de Bernini —dijo señalándola con la cabeza—. No Gian Lorenzo, sino Pietro.

—Sabes muchas cosas.

La miré a esos ojos tan inteligentes. Ella se ruborizó y apartó la vista.

—No tantas. Deberías haber conocido a mi padre. —Hizo una breve pausa—. Él amaba el arte. Conocía a cada arquitecto, escultor y pintor que ha pisado esta ciudad. Hablaba sin parar de ellos, pero ahora desearía haber prestado más atención. —Suspiró.

—¿A qué se dedicaba?

—Restauraba pinturas. —Se sentó en un banco y yo la acompañé—. Estaba muy orgulloso de su trabajo. Recuerdo sentarme a su lado de niña y verlo trabajar durante horas. Se ponía muy serio cuando cogía sus pinceles y sus herramientas. —Sonrió al recordarlo—. Al poco de nacer mi hermana, pintó un retrato de toda la familia. Me encantaba ese cuadro...

—¿Qué le pasó?

—Lo tuvimos que vender. Eso pasó. Después de que mi madre muriese de tuberculosis y de que nos comunicasen que nuestro padre había muerto en África, mi hermana y yo nos quedamos solas y sin dinero. Durante un tiempo nos ayudaron los vecinos, pero ellos también tenían sus problemas, así que decidí vender las pinturas de mi padre. No me dieron mucho, pero lo necesitábamos. —Suspiró—. Mi padre era pintor, no soldado. Maldigo el día en que lo reclutaron y lo vinieron a buscar a nuestra casa con un fusil a modo de amenaza. Él no debería haber muerto en África.

No supe qué hacer ni qué decir. Lo más probable era que su padre hubiese muerto bajo el fuego de los Aliados, aunque ella no parecía guardar rencor por ello. Quise ofrecerle algún tipo de consuelo. Me pareció un poco arriesgado cogerle la mano, pero lo hice de todas formas. Se la estreché y le sonreí tímidamente. Ella me devolvió la sonrisa y se puso en pie.

—¿Subimos esas escaleras? —me preguntó, intentando dejar atrás aquel amargo recuerdo.

—¿Por qué te gusta torturarme?

No me soltó la mano ni un segundo hasta que llegamos al final de las escaleras.

—Hay buenas vistas... —comenté casi sin aliento.

—¿Bailamos?

La miré y negué con la cabeza:

—No sé bailar.

—No te preocupes, yo te enseñaré. Ven, acércate a mí.

Dejé que ella me colocase a su gusto, pero cada vez que me tocaba, me entraba una risa nerviosa que no podía controlar. Cuando puso mi mano sobre su espalda, sonreí inevitablemente y ella me acarició la mejilla.

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